Mis amigos de la URV

Pues ya no estoy en la playa como en todas mis columnas anteriores. Mi etapa en Tarragona terminó y ahora escribo estas líneas desde la remota Barcelona, a donde me he trasladado para incorporarme como profesor a la UAB. Así que esta semana opté por guardar esa máquina del horror que llevo en el bolsillo, ese móvil poseído o poseso, o como se diga, por el Satán de la actualidad perpetua que nos atormenta a los desgraciados habitantes de este país que se llevó el tornado y decidí mejor hablarles de una institución que ustedes tienen en Tarragona (y en Reus, que nadie se me enfade) y de algunos de sus miembros.

Porque lo de hablar de los mil y un golpes de Estado que, según se ve, nos rodean allá donde miremos, que uno espera llegar a Madrid y encontrárselo todo lleno de señores con bigote, tricornio y cara de mala leche, de los nombramientos del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, que ya no se sabe si la política española es Juego de Tronos o Sálvame, House of Cards o una telenovela turca, o hablar de las malversaciones y las sediciones y otras cosas que acaben en ones y que no sean polvorones, pues qué quieren que les diga, pues no me apetece hablar de todo eso en Navidad.

Por no ir a Alemania, donde un grupo de neonazis son desarticulados antes de dar, a qué no adivinan, un golpe de Estado, o al Perú, donde el presidente hace lo mismo, pero después dice que no, que le echaron droga en el colacao. La actualidad tiene un nivel de tensión que ni un primer amor entre dos puercoespines.

Así que mejor les hablo de algo mucho más entretenido. Empleados públicos. Señora, oiga, señora, no, no salga corriendo, que no huya, señora, venga acá, demonio. Tenga fe. Hablar de empleados públicos no tiene por qué ser aburrido. Especialmente, si se hace en forma de relato de Navidad, con su dulzura y ánimo edificante. Muy Dickens, usted me entiende. En fin, mis amigos de la URV. Les cuento. Hará como un año largo llegó a Tarragona un muchacho de Alicante que había pasado los últimos años de su vida perdido en el Caribe haciendo las típicas cosas que se hacen en el Caribe: ponerse camisas de flores, beber jugos de frutas tropicales y estudiar teoría política. Sí, ese era yo. En el Caribe estudiando a Popper. Cada cual tiene sus vicios. El caso es que llegaba a Tarragona teniendo que desempolvar mi catalán, mi Derecho Constitucional y mi tolerancia a temperaturas inferiores a los 26 grados.

No sabía qué encontraría en Tarragona. Yo no conocía la ciudad, ni el carácter local. Imaginen, quizá hago un chiste y se me quedan mirando con cara de pez. Todas estas preocupaciones quedaron resueltas cuando fui recibido por un grupo humano amable, cercano y siempre dispuesto a ayudar al recién llegado. Neus, la puerta de entrada al área de Derecho Constitucional, que siempre me ayudó y nunca dijo que no a una petición de socorro; mi compañero de despacho Jordi Jaria, quizá la persona que he conocido más entregada a su trabajo; mi querido Antoni, hombre renacentista que compagina sus funciones docentes con las de novelista, viticultor y autor de enciclopedias sobre su amada Espluga (en la que ha sido capaz de ubicar al mismísimo Einstein); Jordi Barrat, sin el cual nunca habría empezado esta nueva vida; Jaume, amante secreto del helado (no te preocupes, nadie se enterará), hombre al que tanto debo, que confió en mí sin conocerme de nada y que me contagió su amor por su tierra y por su lengua; tanto otros como Laura, como Eva, como el buen Marcel Mateu y sus increíbles apuntes, profesores de otras áreas tan cariñosos como Reyes, como Ana, como Milenka, como el propio decano Antoni, rápido y eficaz para facilitar la vida a sus profesores. Oigan, qué quieren que les diga, tienen ustedes una Facultad de Derecho muy maja en Tarragona. Con buena gente. Trabajadores que hacen que ser empleado público sea motivo de orgullo por la dedicación sincera y honrada a la cosa pública. Valórenla, porque la tienen ahí en un rinconcito de la ciudad y es de las mejores cosas de Tarragona. Visítenla. Lleven a sus hijos. Háganla suya.

A partir de ahora escribiré desde la distancia, si los jefes del Diari lo toleran y no les parece demasiado dulzón el artículo de hoy. El espíritu navideño, ya saben. Pero, aunque esté lejos, la terra tarragonina seguirá en mi recuerdo. Porque es muy bonita, porque las playas son hermosas, porque he vivido hermosos momentos, pero, sobre todo y por encima de todo, porque he conocido buena gente y lo que nos hace amar un lugar, hace tanto tiempo que mi padre me lo dijo, no son sus monumentos, su patrimonio o su historia, es su gente. Traten bien a la gente que les rodea. No porque sea Navidad. Sino porque tratar bien a los demás mejora la vida de todos. Incluida la de ustedes.

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