Pasar pantalla

El llamado Procés se coló sigilosamente en nuestras vidas, como quien no quiere la cosa, y acabó empapando, envolviendo y empantanando, –como un denso chapatote– toda nuestra realidad y la estabilidad que habíamos construido tan lenta y generosamente. Efectivamente, la realidad de la que partía el Procés era desdibujada y falsa; como si Catalunya, en vez de ser plural, compleja y dificultosamente construida, fuera uniforme, monocolor y unánime. La lectura que se hacía de la realidad sociológica del país estaba profundamente distorsionada, pensaba solo en la realidad imaginada de los que algunos han llamado ‘la Catalunya catalana’. Y se coló, digo, sigilosamente empapándolo todo, porque al principio no pareció creíble...

Parecía imposible que esta mirada pudiera hacerse desde instancias llamadas a autogobernarnos: como podía intentarse un proyecto de futuro desde una visión falsa, limitada, y excluyente de nuestra realidad común. La construcción de la moderna Catalunya democrática, se había hecho impulsada bajo la concepción Tarradellista del ‘Ciutadans de Catalunya, ja soc aquí’: conscientemente evitó hablar de ‘catalans y catalanes’, proponiendo una construcción nacional republicana, cívica y democrática frente a concepciones esencialistas, étnico-identitarias y excluyentes.

En cierta manera, el espíritu transversal e interclasista del PSUC, –similar a la senda de unificación del socialismo y el ugetismo catalán, y presente en el Congrés de Cultura Catalana y en tantos espacios de la transición del 78–, imbuido de esta moderna concepción tarradellista, nos marcaba una senda de construcción nacional alejada del identitarismo y de la etnicidad, buscando la vertebración de una única comunidad política que evitara explicarse por sus fracturas –sociales, económicas e identitarias– y se explicará por un proyecto de convivencia democrática y progreso económico y social compartido e incluyente. Tan solo unos pocos, en ambos extremos, intentaron jugar la carta del lerrouxismo, intentaron excitar las pasiones identitarias de la procedencia; recuerdo en los 80 las pintadas de ‘como somos mayoría, esto es Andalucia’ o algunas en el otro extremo igual de desafortunadas y con escasísimo éxito.

Partimos así de una realidad o con una mirada falseada y fatalmente desenfocada. Como reconocen ahora casi todos: ayer mismo, Artur Mas decía en un artículo en Ara que «dir-nos les veritats i reconèixer la realitat no ens farà cap mal, si volem transformar-la». La coincidencia de diversas causas, especialmente el estancamiento que produjo la presidencia de Mariano Rajoy y el gobierno del Partido Popular, conjuntamente con la crisis económica, y la insatisfacción arrastrada durante años de más y mejor autogobierno, llevaron a una ‘rauxa’ colectiva, donde el silencio de muchos y la pasión de muchos otros, llevó a una carrera populista y desbocada, que dibujaba un horizonte independentista redentor.

Los hechos del 6 y 7 de septiembre en el Parlament de Catalunya son la culminación de esta carrera desbocada, de caminos mal trazados, de promesas incumplibles y de horizontes utópicos mal diseñados. Se organiza una falaz narración donde se oponía (¡En una democracia!) mayoría a normas... Y ahí se acaba deduciendo que si una mayoría parlamentaria lo quiere puede saltarse las reglas de juego que sustentan la democracia.

Y así, se desvirtúan todos los conceptos que sustentan un proyecto común, se arriesga la convivencia, se desprestigian las instituciones y se utiliza políticamente en beneficio propio a todas las entidades, espacios, proyectos y recursos del país... e indirectamente se produce un proceso de silenciar, minimizar, despreciar y/o expulsar a todos los que no piensan igual.

El 1 de octubre fue la ceremonia de la confusión. La ilusión desordenada de muchos, la desorientación de un gobierno ya con profundas dudas éticas, y la nefasta actuación de un Partido Popular en el Gobierno de España que no había sabido dialogar ni encauzar, y que finalmente respondía sólo con una actuación policial innecesaria y contraproducente. Estoy convencido de que el 1 de octubre es un día triste para muchos, para unos y otros, y especialmente para los que queremos una Catalunya abierta, plural y nunca fracturada.

Hoy la sociedad catalana busca pasar pantalla, pasar esta página triste que no nos ha traído nada bueno y cuyas secuelas de parálisis económica, de ausencia de proyectos, de incapacidad de consensos, de crispación, y de deterioro institucional, todavía sufrimos.

Estoy convencido de que Catalunya necesita recuperar el marco mental del Tarradellismo, que es el del catalanismo inclusivo y abierto, el que nos permite a todos juntos sumar para tener más y mejor autogobierno, una financiación más justa, y sobre todo un proyecto común de progreso, de crecimiento colectivo, en el que todos podamos compartir las diferencias, no como fracturas, sino como aportaciones enriquecedoras a la pluralidad que somos, y que cada vez seremos más.