Solo puede quedar uno
Los perfiles personales de los tres candidatos con posibilidades a ser el nuevo president tienen mucho en común


A Aragonès, el gusanillo de la política le entró de forma casi natural: su abuelo fue alcalde de Pineda de Mar en los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia, su padre fue concejal en las listas de Convergència i Unió e incluso los bisabuelos tuvieron responsabilidades políticas en el ámbito municipal. Carles Puigdemont nació con el gusanillo dentro, porque su pasión por todo lo político no puede entenderse de otro modo. Puigdemont es el segundo de ocho hermanos de una familia católica y catalanista de Amer, y su tío Josep fue el primer alcalde del pueblo en democracia, por CiU. Salvador Illa –como buen maratoniano– sabe que el gusanillo es lo de menos, que lo importante es que no te marquen el ritmo los otros. Tiene una larga experiencia política como concejal y alcalde de La Roca del Vallès, ciudad que gobernó durante diez años y donde dio sus primeros pasos en política de la mano de Romà Planas, delegado especial del expresident Josep Tarradellas. Lo cierto es que algo transmiten los tres candidatos que sugiere que –si las circunstancias fuesen otras– no dudarían en ponerse el mandil y cocinarse los unos a los otros un arroz quizás de verduras con calamares y gambas de Palamós. De Palamós porque los tres comparten esa mística tan planinana (de Josep Pla) que sugiere que la esencia de Catalunya no llega a pasar del Garraf. Por sus biografías y su talante, no cuesta imaginarlos en un universo paralelo compartiendo jornada dominical en una buena mesa, con postres salidos directamente de los hornos de Amer y partido del Barça. Pero las circunstancias hacen que difícilmente consideren la posibilidad de tomarse un café juntos (un café que haría Puigdemont, que en esas cosas es tremendamente exigente y solo se toma el café que se hace a sí mismo. Café con chocolate. Y tampoco cualquier chocolate. Ha de ser Valrhona y bien negro).
La mística del diálogo nos persigue desde la Transición. Y a los catalanes nos persigue de una forma contumaz. Aspiramos al buen entendimiento, al buen rollo, a la «unitat» que reclaman las bases independentistas, a la superación del ‘procés’ que dicen los constitucionalistas. Los tres comparten raíces religiosas, aficiones y la forma de gafas, algo sosas y cuadriculadas. Esta noche sabremos quién será el primero en coger el teléfono o directamente quién podrá pasearse tranquilamente por el Pati dels Tarongers mientras cocina una nueva receta para la política catalana.

Conocedores de su fe, militantes católicos del PSC le mandaron una imagen de San Pancracio, puesto que la fecha de las elecciones, el 12 de mayo, coincide con ese santoral.
«Es el santo que se invoca cuando se quiere reclamar prosperidad, es un buen augurio. Será un buen día para Catalunya y para España», señaló al día siguiente del adelanto electoral Illa, que ha colocado la imagen del santo en su despacho. También los periodistas que siguen su campaña han recibido una en el 'kit' de prensa que repartió el partido.
Después de muchos años siendo el ‘señor Lobo’ del PSC, el solucionador de problemas del partido –igual que Harvey Keitel en Pulp Fiction– por sus responsabilidades como secretario de Organización, ahora Illa es la gran esperanza blanca del socialismo catalán para volver a la Generalitat. Cualquier otro se hubiese dedicado a la vida contemplativa tras la gestión de la Covid, pero este corredor de fondo sabe que solo el que aguanta, gana.

A Pere Aragonès el independentismo le llegó junto a la Playstation. Con nueve años, Aragonès ya escribía redacciones sobre la disolución de la URSS; con alguno más se dedicaba a fundar partidos independentistas inventados con sus amigos; con 16, militaba en las juventudes de ERC; y con 24, fue diputado en el Parlament. Su pose sosegada contrasta con sus toques de humor en la distancia corta, incluidas imitaciones de sus adversarios políticos que solo saca a relucir ante sus colaboradores más estrechos.
Con pocas horas libres, poco amante del deporte, los momentos de relax los encuentra entre los fogones –recomiendan especialmente sus arroces, inspirados en los de su abuela– y al lado de su familia: su mujer, Janina Juli, exmilitante de las juventudes de Convergència, y su hija Clàudia, de cinco años, que apunta hacia el televisor, divertida, cuando ve a su padre en las noticias.

Carles Puigdemont i Casamajó, aficionado al rock and roll y a un buen guitarreo, tararea Country roads de John Denver por los pasillos del Parlamento Europeo donde accede a sacarse selfies junto a los grupos de estudiantes españoles que lo reconocen como si fuera Taylor Swift. Para él la distancia no es el olvido, pero sí es el dolor. La muerte de su padre en 2019 y la de su madre en plena campaña han debido ser momentos de una dureza extrema. Hijo del pastelero de Amer, Puigdemont es un carlista nostálgico, amante de Joan Miró y de Velázquez, con un sentido del humor fino y socarrón. Solitario en medio de multitudes, arisco y a veces huraño, la emoción lo embarga cuando recuerda cómo su padre le obligaba a levantarse para acompañarlo al obrador y preparar la masa de hojaldre. Dice que está leyendo la biografía de Simón Bolívar, y que sueña con poder regresar a Poblet –de joven su padre lo enviaba a pasar temporadas– y perderse entre las tumbas reales de su vieja Catalunya.
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