Un amigo me cuenta que su madre ha sacado al balcón la bandera de la Mare de Déu de Misericòrdia y que el ejemplo está cundiendo por el vecindario. Esta vez no estamos ante una guerra de banderas, sino ante banderas de guerra contra un enemigo microbiano, el Covid-19. La cosa debe pintar mal cuando en pleno siglo XXI hay que echar mano de los remedios atávicos, y ninguno tan ancestral como encomendarse a Misericòrdia para combatir una epidemia.
Que en una misma fachada el vecino de arriba cuelgue la bandera mariana junto a la española y el de abajo junto a la estelada ya nos da una pista de los poderes taumatúrgicos de nuestra santa patrona.
No sé si atribuirlo a su influjo, pero en casa ya se ha obrado un milagro. Por primera vez en su vida, mi hija se presentó voluntaria para salir a tirar la basura. El problema es que su excusa para romper el confinamiento era también la mía. Afortunadamente, no hubo que pelearse por la bolsa porque había suficientes para los dos.
Por desgracia, nuestro recorrido por la ciudad prohibida dura escasos metros, porque por la esquina dobla un coche de la policíaDe regreso a casa, nuevo shock. Mi hija recuerda que hay más papeles y plásticos para tirar y propone un segundo viaje. Como los contenedores de recogida selectiva son un fin de trayecto no demasiado bucólico, propongo llegarnos hasta el final de la calle. La pequeña ilegalidad es aceptada con entusiasmo. Por desgracia, nuestro recorrido por la ciudad prohibida dura escasos metros, porque por la esquina dobla un coche de la policía. Nos miramos con horror, nos damos la vuelta al unísono y volvemos disciplinadamente para casa.
Una experiencia corta, pero positiva. Si esto sigue así y en las semanas que restan de confinamiento mi hija logra encontrar tiempo para ordenar su habitación, creeré definitivamente en los milagros.
Por otra parte, ayer fue el cumpleaños de la jefa de familia. Tuvimos que celebrarlo en la intimidad, claro está. Y sin pasteles ni regalos. Pero todo tiene su lado bueno. En mi caso, por primera vez en muchos años tuve una excusa decente para justificar que me había olvidado del regalo.