El director franco-español Ólivier Laxe se alzó el sábado con el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, con su película Sirât. El film está rodado en Teruel, Zaragoza y Marruecos, está protagonizada por el catalán Sergi López y producido por compañías francesas y catalanas... El propio Laxe es tan mestizo como su película: nacido en París de padres gallegos, se crió en la capital francesa y en A Coruña, para luego estudiar en Barcelona. Por eso no es de estrañar que, en su discurso de aceptación del premio, pronunciara las siguientes palabras:
«Hace cinco años estaba en el festival de Jerusalén, en Al-Quds. Estaba en un taxi con un conductor palestino, y estábamos hablando. Él decía: ‘Quizás hace mucho tiempo fui judío’. Y yo le decía: ‘Yo igual, quizás fui musulmán, judío... Además, soy gallego, así que... Un poco vikingo. O incluso un poco germánico. En fin, un auténtico bastardo’. Y me dijo una frase del Corán: ‘Os hemos hecho de tribus diferentes, para que os entreconozcáis’. Eso es lo que hace el Festival de Cannes, en realidad: reunirnos aquí desde diferentes latitudes culturales, en este maravilloso juego de espejos que es el cine, y aprender a ver el mundo siempre como si fuera la primera vez, con ojos nuevos. ¡Vivan las diferencias, vivan las culturas y viva el Festival de Cannes!».
Cuánta razón tiene Laxe. Aquí lo sabemos bien. En Tarragona somos gente de todos lados. Y somos romanos –nos lo ha recordado estos días Tarraco Viva–, algo griegos, puede que árabes y judíos, y también normandos. Hablamos una lengua arraigada en el latín, adornada de árabe y salpicada de anglicismos. Tenemos una gastronomía mediterránea, que no extrañaría a un turco, un libanés o un italiano. Somos mezcla. Somos bastardos. Haríamos bien en recordarlo. Todos.
Los israelíes harían bien en ver las raíces judías de los palestinos; y los palestinos, la sangre levantina de los israelíes. Trump, en su guerra arancelaria con la UE y su beligerancia contra la inmigración, debería recordar que es nieto de europeos –el abuelo Trump nació en Baviera– y que está casado con una eslovaca. Y rusos y ucranianos deberían saber que comparten mucho –cultura, religión, pasado–, y que estas similitudes no justifican una asimilación o anexión a la fuerza, si no que deben celebrarse, tanto como las diferencias. Porque tanto lo que nos iguala como lo que nos distingue nos vincula, nos atrae, nos interpela, nos une... Nos hace empatizar. Hay que recordar que algo de los demás está siempre en nosotros, y que algo nuestro está en ellos. Hay que recordar que todos somos bastardos.