Una de las hipótesis que ha tomado más fuerza en los últimos días para explicar el brote de peste porcina africana en el entorno de la sierra de Collserola es la del bocadillo de chóped. O de cecina. O de mortadela. O de jamón. De embutido, vamos.
Según los investigadores, un jabalí habría ingerido un bocata contaminado cerca de la AP-7, un entorno con gran afluencia de personas y de cerdos salvajes. El virus ya ha afectado a 13 ejemplares, según el Govern, aunque se han detectado hasta 50 cadáveres de jabalíes. Por suerte, la epidemia no ha afectado, de momento, a ningún cerdo de las 39 granjas cercanas al foco de contagio. Y no ha afectado a la salud a ninguna persona. Pero el bocadillo de marras ya ha puesto en jaque a la industria porcina, tiene en vilo a la sociedad en general, ha provocado el despido de 300 trabajadores, y ha movilizado a decenas de efectivos de los Agentes Rurales, la UME y otros cuerpos gubernamentales.
No es la primera vez en la historia que un gesto absurdo, o un animal inofensivo, o un pequeño descuido, o (peor) una mala praxis, provoca una catástrofe sanitaria. No estamos, ni mucho menos, en ese punto, pero ahí está el caso de las vacas locas: en los 80 y 90, más de cuatro millones de cabezas de ganado se infectaron por la ingesta de pienso con harina de carne y huesos. Murieron 177 personas. Ha habido gripes del mono, del loro, del cerdo... En 1999, decenas de cuervos en Nueva York y aves exóticas del zoo del Bronx murieron repentinamente: era la fiebre del Nilo Occidental. Se desencadenó una epidemia de encefalitis y meningitis que dejó 59 casos y 7 muertes confirmadas.
La vida es frágil. Los virus son el organismo más letal del mundo. Situaciones como la actual nos recuerdan nuestra vulnerabilidad y nos impulsan a estar alerta. Sin miedo, pero atentos. Y preparados para responder como, por suerte, se está haciendo con la actual crisis.