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Sir Carlos Gil

El legendario técnico del Liceo vuelve a llevar al club gallego a la gloria, después de vencer, contra pronóstico, al Reus en la final de la Supercopa de España, esta tarde. Los liceístas se han impuesto por la mínima (1-2)

Los jugadores y el cuerpo técnico del Liceo celebran el triunfo.Foto: Alba Mariné

Marc Libiano
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Carlos Gil haría jugar bien a hockey a los cuatro amigos de la cantina de la plaza María Pita. En A Coruña la leyenda del técnico argentino perdura. Parece eterna. No se cansa. El Liceo ha encontrado en el rostro de Gil a su Sr particular. A su Alex Fergusson. El Liceo ha levantado un puñado de premios repletos de prestigio en los últimos 20 años, pero el rastro que ha transmitido se aleja de los resultados crudos. Va más allá. Tiene que ver con el atractivo de un estilo, de una filosofía que adora el ataque. Nadie ha descosido los cuatro para cuatro con la elegancia del Liceo, sobre todo gracias al libreto de su sabio entrenador. Gil había perdido este verano a los hermanos Bargalló y en la figura de Jordi a su buque insignia. Cualquier escuadra que sufra tales abandonos se acercaría al precipicio. El Liceo, en cambio, ha armado su nueva arquitectura a base de sentido común. Sin nombres rimbombantes pero con piezas de valor colectivo fascinantes. En Reus, en la inauguración del curso, los gallegos han lanzado un mensaje de advertencia. El que no cuente con ellos se equivoca con temeridad. La Supercopa viaja a La Coruña después de un fin de semana riguroso, de homenaje al grupo, a la esencia de equipo. Así se ha comportado el nuevo Liceo. El Reus había conquistado su clasificación con el glamour que siempre ofrece un éxito ante el Barcelona, ese favorito a todo que suele dejar poco alimento libre. Mariotti y sus chicos se inyectaron una dosis de autoestima infinita para presentarse, en menos 24 horas, de nuevo en el templo, ante el fervor de sus hinchas. Todavía el Reus viaja dando tumbos volcánicos. Desprende ratitos de energía descomunal y luego descansa. Anda tierno en hechuras colectivas. No ha cuajado. Se deja llevar en exceso por la imaginación individual. Puede resultar hasta lógico. Dispone de talento torrencial. En todo caso compitió a pecho descubierto ante un enemigo que le superó en el parcial inicial. Se desplegó con una firmeza admirable el Liceo, que se arropó en el gigante Di Benedetto para cosquillear a Henriques, descomunal durante toda la tarde. Algo similar a lo que ocurrió con Malián, en la otra orilla. Di Benedetto es un interior con cuerpo de armario. Cuesta defenderle. Es incordiante. A menudo se fabrica resquicios en una baldosa y eso que debe transportar un camión de mudanzas. Mariotti eligió de nuevo dinamismo en la rotación. Salvat, uno de esos hombres con oxígeno de refresco, acertó al cuarto de hora. Remató de primeras un servicio a media altura, aunque los jueces lo interpretaron como ilegal. Quizás porque no convirtió con el stick y sí con alguna zona del cuerpo misteriosa. En todo caso Joan se lamentó a voz en grito. En cambio, David Torres, un delantero con sangre en la mirada, soltó la pala para disparar cruzado y perforar a Henriques. Se habían consumido 17 minutos de vértigo, entre otras cosas porque los dos protagonistas huyen de la racanería. La ambición infinita El Reus expuso una personalidad abrumadora para igualar la final en el segundo tiempo. Lo logró porque sus actores aman el ganar, detestan la derrota. Torra y Marín asumían responsabilidades sin pestañear, Casanovas lideraba el acto de oficio. Fue tozudo el Reus, que anduvo hambriento, deseoso de éxtasis. Empató después de ver cómo Marín, tan clínico la noche anterior, no acertaba en su paraíso particular, el tiro directo. Torra, en cambio, recibió de Casanovas en una transición vertiginosa y definió con agilidad. Clack. El arrastre, en medio suspiro. Se incendió el Palau, que pedía más fuego. El Liceo gestionó con solvencia esos tiempos de achique de agua y esperó. Se limitó a apretar los dientes y a sacarse las gotas de sudor frío. Cazó una contra en la figura de Marc Coy. Éste, conocedor de cada rincón del templo, se perfiló en el costado predilecto. Mandó con violencia la pelota al ángulo y dejó consternado al Reus. Restaban cinco minutos. Sonó la trompeta de la épica, pero abundaba la fatiga. Torra tampoco convirtió la segunda directa de la noche y murió la final en manos de Carlos Gil. El sabio profesor. El Sr del Liceo y probablemente del hockey mundial. Carlos Gil haría jugar bien a hockey a los cuatro amigos de la cantina de la plaza María Pita. En A Coruña la leyenda del técnico argentino perdura. Parece eterna. No se cansa. El Liceo ha encontrado en el rostro de Gil a su Sir particular. A su Alex Fergusson. El Liceo ha levantado un puñado de premios repletos de prestigio en los últimos 20 años, pero el rastro que ha transmitido se aleja de los resultados crudos. Va más allá. Tiene que ver con el atractivo de un estilo, de una filosofía que adora el ataque. Nadie ha descosido los cuatro para cuatro con la elegancia del Liceo, sobre todo gracias al libreto de su sabio entrenador. Gil había perdido este verano a los hermanos Bargalló y en la figura de Jordi a su buque insignia. Cualquier escuadra que sufra tales abandonos se acercaría al precipicio. El Liceo, en cambio, ha armado su nueva arquitectura a base de sentido común. Sin nombres rimbombantes pero con piezas de valor colectivo fascinantes. En Reus, en la inauguración del curso, los gallegos han lanzado un mensaje de advertencia. El que no cuente con ellos se equivoca con temeridad. La Supercopa viaja a La Coruña después de un fin de semana riguroso, de homenaje al grupo, a la esencia de equipo. Así se ha comportado el nuevo Liceo. El Reus había conquistado su clasificación con el glamour que siempre ofrece un éxito ante el Barcelona, ese favorito a todo que suele dejar poco alimento libre. Mariotti y sus chicos se inyectaron una dosis de autoestima infinita para presentarse, en menos 24 horas, de nuevo en el templo, ante el fervor de sus hinchas. Todavía el Reus viaja dando tumbos volcánicos. Desprende ratitos de energía descomunal y luego descansa. Anda tierno en hechuras colectivas. No ha cuajado. Se deja llevar en exceso por la imaginación individual. Puede resultar hasta lógico. Dispone de talento torrencial. En todo caso compitió a pecho descubierto ante un enemigo que le superó en el parcial inicial. Se desplegó con una firmeza admirable el Liceo, que se arropó en el gigante Di Benedetto para cosquillear a Henriques, descomunal durante toda la tarde. Algo similar a lo que ocurrió con Malián, en la otra orilla. Di Benedetto es un interior con cuerpo de armario. Cuesta defenderle. Es incordiante. A menudo se fabrica resquicios en una baldosa y eso que debe transportar un camión de mudanzas. Mariotti eligió de nuevo dinamismo en la rotación. Salvat, uno de esos hombres con oxígeno de refresco, acertó al cuarto de hora. Remató de primeras un servicio a media altura, aunque los jueces lo interpretaron como ilegal. Quizás porque no convirtió con el stick y sí con alguna zona del cuerpo misteriosa. En todo caso Joan se lamentó a voz en grito. En cambio, David Torres, un delantero con sangre en la mirada, soltó la pala para disparar cruzado y perforar a Henriques. Se habían consumido 17 minutos de vértigo, entre otras cosas porque los dos protagonistas huyen de la racanería. La ambición infinita El Reus expuso una personalidad abrumadora para igualar la final en el segundo tiempo. Lo logró porque sus actores aman el ganar, detestan la derrota. Torra y Marín asumían responsabilidades sin pestañear, Casanovas lideraba el acto de oficio. Fue tozudo el Reus, que anduvo hambriento, deseoso de éxtasis. Empató después de ver cómo Marín, tan clínico la noche anterior, no acertaba en su paraíso particular, el tiro directo. Torra, en cambio, recibió de Casanovas en una transición vertiginosa y definió con agilidad. Clack. El arrastre, en medio suspiro. Se incendió el Palau, que pedía más fuego. El Liceo gestionó con solvencia esos tiempos de achique de agua y esperó. Se limitó a apretar los dientes y a sacarse las gotas de sudor frío. Cazó una contra en la figura de Marc Coy. Éste, conocedor de cada rincón del templo, se perfiló en el costado predilecto. Mandó con violencia la pelota al ángulo y dejó consternado al Reus. Restaban cinco minutos. Sonó la trompeta de la épica, pero abundaba la fatiga. Torra tampoco convirtió la segunda directa de la noche y murió la final en manos de Carlos Gil. El sabio profesor. El Sr del Liceo y probablemente del hockey mundial.

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