¿A quién le importan los osos?

Estaba yo el otro día en un chiringuito de la playa de Vilafortuny y una ráfaga de aire frío casi hizo que se me cayeran las ideas al suelo. Eran las nueve de la noche y el chiringuito llevaba cerrado ya dos semanas. Pero soy un romántico y me resisto a aceptar lo inevitable. No me juzguen. En fin, el caso es que, como en anteriores ocasiones, sonó una alarma en mi móvil y la maquinita infernal me informó de que en un balneario egipcio de exótico nombre acababa de empezar una nueva cumbre del clima. Maravilloso. Nuestros amados, y nunca suficientemente loados, líderes mundiales acudiendo en sus aviones privados a un desierto lleno de campos de golf, lagos artificiales y hoteles de lujo para debatir acerca de cómo convencer desde el ejemplo a los ciudadanos de la importancia de construir un mundo en el que no despilfarremos ni combustibles, ni agua, pues la temperatura sube, los recursos menguan, la Tierra está al borde del colapso y, en palabras del Sr. Antonio (el de la ONU, no el nuestro): «O hacemos algo o nos vamos todos al carajo», que dicho así suena brusco, pero que en inglés y con su dulce acento portugués queda mucho más elegante.

¿Y quién le hace caso? Nadie. El otro Antonio (este sí, el nuestro) desplegó la mejor de sus sonrisas bruxistas para explicarnos justo eso en lo que está usted pensando. Sí, justo eso. Macron no llegaba al micrófono. El nuevo de Inglaterra trató de que no le confundieran con el de la India. El de la India no fue. Y con él, tampoco el chino, el ruso y el gerontocrático Biden, que sólo hizo acto de presencia una vez tuvo la seguridad de que no le habían volado todos los dientes en sus elecciones parlamentarias de mitad de mandato. En conjunto, una entera comunidad internacional que dice que sí a todo y que después se pone a quemar carbón como si no hubiera un mañana en el momento en que los rusos cortan el gas, o que, simplemente, nunca ha dejado de quemarlo porque, total, oiga, somos pobres, estamos desarrollándonos, ustedes nos explotaron en el pasado, sean tan amables de dejarnos ahora a nosotros reventarlo todo a base de bien.

La realidad es que a nadie le importan los osos. Ni las ballenas. Ni las malditas mariposas bizcas del altiplano cundiboyacense. Y ustedes que me leen desearían tener la oportunidad de darle un buen bofetón a los energúmenos que se dedican a atentar contra cuadros en nombre de la defensa de la naturaleza. Sí, en abstracto todo el mundo está muy preocupado, la subida del nivel del mar, las olas de calor y frío, las cosechas más escasas y tal. Pero, a poco que se rasca, la inmensa mayoría piensa que, oye, pues, si hace calor, pongo el aire y, si hace frío, la calefacción. Si sube el nivel del mar, ya echaremos más arena y, si las cosechas son algo menores, ya se nos ocurrirá algo. Pero haga usted el favor de no tocarme lo que no me tiene que tocar y ni por asomo se le ocurra cambiar mi estilo de vida con la excusa de que un oso polar se va a morir. Comparado con mi factura de la gasolina y de la electricidad, ya le pueden ir dando al oso. Y a toda su familia, mire usted.

Y, así, a lo tonto a lo tonto, el meteorito se acerca cada vez más, Chernóbil está cada día más calentita, la Falla de San Andrés tiene un tembleque de no te menees y el Final (con mayúsculas apocalípticas) se nos viene encima rumboso mientras nosotros bailamos el cumbayá y tocamos las maracas. Panda de indocumentados, dirá alguno. Pues ustedes y yo, señora. Que a mí tampoco me hace gracia que ahora Iberia ponga cubiertos de material reciclado, que te los acercas a la boca y te da un yuyu; que en el trabajo me escamotearan el aire acondicionado hace un mes y preveo que en breve la calefacción; que la gente me mire mal por conducir un diésel y que cada día me despierte con la angustia de descubrir que alguien le haya arrojado un litro de salsa romesco y unos calçots recién hechos a las Meninas y no saber si fue por el procés, por el cambio climático o porque, puestos a hacer el ganso, al menos hacerlo promocionando lo nuestro.

En el fondo, y como le escuché a Arnold (sólo hay un Arnold, no necesita apellido y además es muy largo), la cosa sería mucho más fácil si en lugar de apelar a los osos, apeláramos al egoísmo. O sea, no es que usted deba cambiar su modo de vida para proteger a la Tierra, sino para protegerse a usted, pues de lo que se trata aquí no es de proteger a un planeta que de sobra nos sobrevivirá, sino de protegernos a nosotros y al delicadísimo ecosistema que nos permite vivir y que parecemos empeñados en fastidiar. No es el oso, sino tu hijo el que se morirá, estúpido. Mientras no nos metamos eso en la cabeza, ya puede haber mil cumbres y mil cuadros espachurrados que nuestro destino seguirá en modo AC-DC: autopista hacia el infierno.

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