El futuro dela democracia

No corren buenos tiempos para la democracia. Nada más hay que observar recientes acontecimientos. El asalto al Capitolio en Washington y el de los partidarios de Bolsonaro a la Plaza de los Tres Poderes de la República en Brasilia: el Palacio del Planalto (el ejecutivo), el Tribunal Supremo Federal (el judicial) y el Congreso Nacional (el legislativo), auténticas joyas de la arquitectura del siglo XX, de Oscar Niemeyer.

Por ende, parece más que justificado que nos preguntemos por el futuro de la democracia. Algo que ya hizo en 1983 Norberto Bobbio al impartir una conferencia en el Congreso de los Diputados, por invitación del entonces su presidente, Gregorio Peces Barba, bajo el título de ‘El futuro de la democracia’, que sirvió para un libro posterior con el mismo título, señalando la divergencia entre la democracia ideal tal como la pensaron sus padres fundadores y la democracia real.

Después de 40 años esa conferencia y ese libro cobran gran actualidad. ¿Por qué? Porque todo un conjunto de promesas que se habían depositado en la democracia para su perfectibilidad se han incumplido: siguen vigentes la supremacía de los intereses de los grandes poderes económicos sobre la representación política y la limitación del espacio político de la democracia; no se ha alcanzado el control de las oligarquías, ni desarrollado adecuadamente la educación política de la ciudadanía, ni han desaparecido los poderes ocultos, invisibles o salvajes.

Bobbio en repetidas ocasiones manifestó su preocupación por el problema del poder oculto, quejándose amargamente de ser una cuestión infravalorada por la sociología política. A esta última promesa incumplida, a la perdurabilidad y mantenimiento de los poderes ocultos, quiero referirme a continuación.

Todos los viejos y nuevos discursos de la democracia la definen como el gobierno de lo público en público. En contraposición al autocrático, es un poder sin máscaras. La democracia nació bajo la perspectiva de erradicar para siempre de la sociedad humana el poder invisible. La democracia moderna nos remite a la Atenas de Pericles, del Agora o de la Ekklesia, o sea, a la reunión de todos los ciudadanos en un lugar público, a la luz del sol, donde se hacen propuestas, se discuten y se decide alzando las manos o mediante pedazos de loza.

La democracia griega supone un referente para la época de la Revolución Francesa. Entre las obras de tiempos de la revolución, el Cathecismo repubblicano di Michele Natale nos dice: «¿No hay nada secreto en el gobierno democrático? Todas las actividades de los gobernantes deben ser conocidas por el pueblo soberano, excepto alguna medida de seguridad pública, que se debe dar a conocer en cuanto el peligro haya pasado».

Kant en el apéndice de la Paz Perpetua: «Todas las acciones referentes al derecho de otros hombres cuya máxima no puede ser publicada son injustas». Por tanto, democracia supone transparencia, visibilidad y publicidad, sin las cuales no es posible su funcionamiento, ya que los ciudadanos no pueden controlar a sus gobernantes. E igualmente cuanto más se oculta el poder verdadero, menos participan los ciudadanos en la vida pública.

Para la ciudadanía no es fácil descubrir esos poderes ocultos, invisibles o salvajes, ya que como Bobbio nos dice «el poder tiende a ocultarse; es tanto que ve sin ser visto, que ve a todos y a quien nadie ve». A esos poderes ocultos, Luigi Ferrajoli en su libro Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional los denomina poderes salvajes, trasladando este adjetivo, que el Diccionario reserva para los «animales no domesticados, generalmente feroces», y lo conecta con el de Aristóteles, quien en su Política atribuyó al poder, cuando no está sujeto a la ley, un neto complemento de animalidad, pensando, seguramente, en el régimen de la tiranía.

El poder tiende a esconderse porque cuanto más secreto permanece, más fuerte se siente. Si quiere ser temido debe mostrarse lo menos posible. ¿Quiénes están detrás de ese poder que todo lo controla? Son las multinacionales, entidades financieras, grandes medios de comunicación, mercados e instituciones religiosas a las que están subordinadas las instituciones públicas tanto nacionales como internacionales, donde la impunidad de la corrupción, el abuso de poder y el tráfico de influencias son monedas corrientes.

Juan Ramón Capella en su libro Fruta prohibida, a todo este conjunto de instituciones las denomina «soberano supraestatal difuso». Por ello, lo que para algunos observadores contemporáneos aparece como una lucha de intereses contrapuestos, que es zanjada por el voto de las masas, ha sido decidido mucho tiempo antes en un círculo restringido y desconocido. ¿Davos? Es evidente que tal circunstancia supone una autentica perversión de una democracia cada vez mas degradada y agonizante.

La democracia nace justamente para que los votos y el número cuenten más que el dinero y los recursos de los poderes ocultos. Pero está ocurriendo todo lo contrario, como señala Joseph Stiglitz, se está produciendo una mayor irritación de los ciudadanos ante la triste constatación de que «los elegidos no gobiernan y aquellos que gobiernan no han sido elegidos».

A inicios del siglo XX el conde de Romanones, todo un zorro de la política, ya expresó la misma idea: «Grave amenaza para los ciudadanos el ser gobernados por poderes ocultos. Esto acontece cuando el que manda no es el que firma».

También Norberto Bobbio nos advirtió que las crisis en las democracias modernas son inevitables, ya que fue diseñada para una sociedad mucho menos compleja que la actual. En sus inicios, los actores eran el naciente capitalismo, y dos clases enfrentadas: la obrera y la burguesía.

Hoy los protagonistas son más numerosos, algunos muy poderosos y sobre todo huidizos (ocultos, salvajes), ya citados. Otros cambios importantes: aburguesamiento de la clase obrera, las migraciones masivas hacia Occidente, el miedo e inseguridad internacional. Además a inicios del siglo XXI se sumó la crisis económica del 2008, el colapso del empleo. Y ahora la pandemia y la guerra de Ucrania. Y un incremento pavoroso de los niveles de desigualdad.

Al respecto Joan Herrera tiene un libro muy oportuno Cuánto nivel de desigualdad puede soportar la democracia. Como la democracia se ve desbordada ante tales problemas, ha surgido una profunda crisis histórica. Son actuales las palabras de Ortega y Gasset de 1947: «Hay crisis histórica cuando el cambio de mundo producido consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones, por tanto, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer, porque no sabe qué pensar sobre el mundo. Siente profundo desprecio por casi todo que creía ayer, pero no encuentra creencias sustitutivas a las anteriores».

Así es lógico que el futuro ya no tenga esa fuerza de orientación que tuvo en buena parte del siglo XX. El futuro se ha convertido en una amenaza al ser incapaces de ver posibilidades alternativas a la devastación, el empobrecimiento y la violencia. Y esta es precisamente la situación actual. Lo cual nos provoca desesperación, pánico y rabia incontenibles.

Es un futuro sin futuro.

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