Las ruinas de Angkor

«Donde pisa mi caballo no vuelve a crecer la hierba». Es una frase atribuida a Atila, rey de los Hunos, allá por el año 400 de nuestra era. Algunos sátrapas modernos podrían formular frases parecidas, por ejemplo, «Por donde ruedan mis tanques no queda rastro de vida». Esos territorios, dentro de unos siglos serán como las ruinas de Angkor, en la antigua Camboya, donde toda construcción humana quedó estrangulada por el abrazo mortal de las gigantescas raíces de los ficus sagrados.

En Angkor solo existe ahora un mundo vegetal. Sus habitantes humanos huyeron, y la vieja ciudad se quedó sin alma. Sus edificios, prisioneros del poderoso árbol, ya no son en las noches claras estrellas titilantes sino planetas muertos.

De la misma manera, el suelo de Ucrania, que durante siglos fue despensa y granero de Europa, acabará como las ruinas de Angkor, aplastada por la única vida vegetal que sobreviva a la guerra impuesta por un país cien veces más poderoso. Precisamente he oído decir al valeroso presidente del gobierno ucraniano que su país está perdiendo cien soldados cada día. Y si no puede cubrir esas pérdidas con nuevos reclutas Ucrania morirá por consunción. El voraz oso polar no tiene prisa; sabe que su presa no resistirá mucho tiempo, igual que la serpiente venenosa que muerde a un roedor y le deja marchar; sabe que la víctima lleva consigo la muerte y no irá muy lejos. Cuando ella tenga apetito irá tras él, lo encontrará muerto y lo engullirá.

El problema del mundo actual es que quienes decretan las guerras se quedan a salvo en la retaguardia rodeados por una legión de guardaespaldas, aunque incluso protegidos y custodiados se permiten amenazar a sus rivales ideológicos con el uso de armas nucleares.

Tendría que existir una ley internacional que obligase a los promotores de una guerra a no quedarse en casa apoltronados sino alinearse en la vanguardia de sus huestes para enfrentarse al enemigo con las armas desnudas. Entonces se vería quiénes eran los bocazas, quiénes los mártires y quiénes los héroes. Al final solo quedarían en pie unas nuevas ruinas de Angkor como testimonio de lo ocurrido y para conocimiento de futuras generaciones.

Algo así sucedía en las guerras medievales. Los señores de la guerra, es decir, las clases poderosas, iban acorazados sobre sus corceles mientras sus servidores y esclavos formaban en oleadas a pie, abriendo la marcha. Aquellos soldados peatones casi siempre morían pisoteados por los caballos enemigos e incluso por los caballos de sus propios señores.

Afortunadamente en nuestros lares mediterráneos y en nuestros días, a pesar de la tórrida canícula, a pesar de la insoportable carestía de la vida, con una inflación anual que se acerca al 10%, a pesar de los miles y miles de obreros sin trabajo, a pesar de que los sueldos y las pensiones no dan para alegrías de ninguna clase, a pesar de todo eso y de mucho más, nos vemos libres ¡por ahora! de las malditas guerras cuyos clarines ya conocimos en España demasiado tiempo. Ya tuvimos demasiadas guerras y aún más nuestros abuelos y bisabuelos: guerra de Cuba, guerra de Filipinas, guerra contra los Estados Unidos por la cuestión del acorazado Maine hundido en el puerto de La Habana.

Aunque, a decir verdad, guerra, guerra es la que tuvo España contra el islam: desde Covadonga a Granada, ochocientos años de Reconquista. El caso contrario fue la guerra de los seis días librada en Oriente Medio entre israelitas y musulmanes.

Las guerras de hoy día solo benefician a sus promotores, quienes, además, a diferencia de los antiguos derrotados, que sufrían privaciones, largos años de cárcel e incluso fusilamientos, los actuales ya tienen preparados el avión y la bolsa por si tienen que ahuecar el ala precipitadamente hacia la plácida holganza del exilio. Los de mi generación aún recordamos las sirenas que avisaban de los bombardeos alemanes e italianos sobre la parte de España todavía en poder de los republicanos. Al terminar la guerra Madrid quedó verdaderamente machacado como nuevas ruinas de Angkor. Yo estuve allí viviendo unos meses en un edificio medio derruido en la calle Pizarro y comiendo judías amargas que nos servían en las casas de caridad. De hecho, las guerras actuales y sobre todo las futuras ya no requerirán movilizar a los soldados en activo ni a los reservistas, porque serán guerras electrónicas; solo habrá que pulsar un botón para provocar hecatombes en cualquier parte del mundo.

Cosas veredes, Sancho amigo, que farán fablar las piedras, como decía Don Quijote a su fiel escudero.

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