Necesidad de ejemplaridad pública

Que en España estamos atravesando a nivel político un momento crítico es una obviedad. Desentrañar las causas que nos han llevado a esta situación es una labor harto compleja. Quiero detenerme en una de ellas: la carencia de ejemplaridad de nuestra clase política, que prescinde de cualquier planteamiento ético a la hora de tomar sus decisiones.

Producen vergüenza las recientes declaraciones dirigidas a la ministra de Igualdad, Irene Montero, por parte de determinados dirigentes políticos. «Irene Montero está donde está porque la ha fecundado el macho alfa». Esta afirmación lleva el nombre de la concejala de Cs y responsable del área de Economía e Innovación del Ayuntamiento de Zaragoza, Carmen Herrarte, que ha criticado con dureza la llamada Ley del solo sí es sí y ha responsabilizado al Gobierno de Pedro Sánchez y a la Ministra de Igualdad de que haya «violadores excarcelados y una avalancha de recursos». Una ley que apoyó con sus votos Cs en el Congreso.

Vox se ha mostrado eufórico tras el escándalo provocado en el Congreso por los insultos machistas de su diputada Carla Toscano a la ministra Irene Montero. La extrema derecha no solo no ha rectificado, sino que saca pecho de un incidente condenado por todos los demás grupos, incluido el PP. «Somos superiores moralmente», ha presumido desde la tribuna de la Cámara el parlamentario de Vox Onofre Miralles.

He aquí lo que es la extrema derecha, por si alguno todavía no se había enterado. Algunos han avisado. Como señala Jorge Dioni, alguien se cuestiona los motivos del atraso español. Los tiene delante. «El mundo discutiendo sobre las redes 5G o los nuevos modelos de energía o movilidad y aquí estamos con los toros, la caza o Hernán Cortés. Tenemos más atrasistas que progresistas.

Los atrasistas hablan de historia o tradiciones sin tener ni idea de historia o tradiciones. Son los que no saben vivir sin tocar las narices a los demás, sin odiar a alguien, sin insultar. Son los que no soportan tener que respetar a todo el mundo. Los que les cabrean cuando otros adquieren derechos. Los que añoran perseguir o ridiculizar a los demás. Esta gente, la que habla de toros, caza y procesiones, es la que ha gobernado casi siempre.

Entre pagar a investigadores o profesores de religión, optamos por lo segundo. Y así nos va. Por ello, podemos entender por qué España es el único país que no hace un cordón sanitario al fascismo».

Pero no puedo resistirme a plantear unas reflexiones, que me las ha sugerido la lectura de un extraordinario libro, Ejemplaridad pública, del filósofo Javier Gomá, del que expongo alguno de sus contenidos. Toda vida humana es ejemplo y, por ello, sobre ella recae un imperativo de ejemplaridad: obra de tal manera que tu comportamiento sea imitable y generalizable en tu ámbito de influencia, generando un impacto civilizatorio.

Este imperativo es muy importante en la familia, en la escuela, y, sobre todo, en la actividad política, ya que el ejemplo de sus dirigentes sirve, si es positivo, para cohesionar la sociedad, y si es negativo, para fragmentarla y atomizarla. El espacio público está cimentado en la ejemplaridad. Podría decirse que la política es el arte de ejemplificar. Las instituciones públicas han sido conscientes o deberían serlo del efecto multiplicador para potenciar la convivencia de determinados modelos.

Los políticos, sus mismas personas y sus vidas, son, lo quieran o no, ejemplos de una gran influencia social. Como autores de las fuentes escritas de Derecho –a través de las leyes– ejercen un dominio muy amplio sobre nuestras libertades, derechos y patrimonio.

Y como son muy importantes para nuestras vidas, atraen sobre ellos la atención de los gobernados y se convierten en personajes públicos. Por ello, sus actos no quedan reducidos al ámbito de su vida privada. Merced a los medios de comunicación de masas se propicia el conocimiento de sus modos de vida y, por ende, la trascendencia de su ejemplo, que puede servir de paradigma moral para los ciudadanos. Los políticos dan el tono a la sociedad, crean pautas de comportamiento y suscitan hábitos colectivos. Por ello pesa sobre ellos un plus de responsabilidad.

A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer lícitamente todo aquello que no esté prohibido por las leyes, a ellos se les exige que observen, respeten y que no contradigan un conjunto de valores estimados por la sociedad a la que dicen servir. No es suficiente con que cumplan las leyes, han de ser ejemplares. Si los políticos lo fueran, serían necesarias muy pocas leyes, porque las mores cívicas que dimanarían de su ejemplo haría innecesaria la imposición por la fuerza de aquello que la mayoría de ciudadanos estarían haciendo ya con agrado. Saint-Just ante la Convención revolucionaria denunció «Se promulgan demasiadas leyes, se dan pocos ejemplos», circunstancia que no ha cambiado sustancialmente en la actualidad.

Con la democracia liberal, se acrecienta todavía más la necesidad de la ejemplaridad del profesional de la política. Además de responder ante la ley, es responsable ante quien le eligió. Frecuentemente, observamos que un político sin haber cometido nada ilícito se hace reprochable ante la ciudadanía, por lo que debe dimitir y se hace inelegible, al haber perdido la confianza de sus electores.

Mas la confianza no se compra, no se impone: la confianza se inspira. Mas, ¿qué es una persona fiable? La confianza surge de una ejemplaridad personal, o lo que es lo mismo, la excelencia moral, el concepto de honestum. Cicerón en su tratado Sobre los deberes nos lo define como un conjunto de cuatro virtudes: sabiduría, magnanimidad, justicia y decorum (esta última es la uniformidad de toda la vida y de cada uno de sus actos). Es evidente hoy que esta ciceroniana uniformidad de vida, incluyendo la rectitud en la vida privada, es determinante en la generación de confianza ciudadana hacia los políticos.

Frente a ese político ideal que genera la confianza de la ciudadanía, existen comportamientos políticos que producen el sentimiento contrario, como los expuestos al principio de este escrito. Tampoco deberían sorprendernos, ya que como señalaba Azaña, y lo estamos constatando día tras día, muchos acuden a la política no para realizar un servicio a la comunidad, sino para otros fines menos altruistas: el deseo de medrar, el instinto adquisitivo, el gusto de lucirse, el afán de mando, la necesidad de vivir como se pueda y hasta un cierto donjuanismo.

Mas estos móviles no son los auténticos de la verdadera acción política. Los auténticos son la percepción de la continuidad histórica, de la duración, es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda, observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas.

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