No hemos nacido ayer

Esta semana hemos conocido la decisión del Tribunal Supremo sobre el escándalo de los ERE de Andalucía, el mayor fraude de dinero público de la historia española (que ya es decir). Nada menos que 700 millones de euros se repartieron durante años, sin ningún tipo de control, desde los despachos del palacio de San Telmo. La reciente sentencia ratifica la pena de inhabilitación para Manuel Chaves, así como los seis años de cárcel para José Antonio Griñán, lo que supondrá su ingreso en prisión (a la espera de un anunciado recurso ante el Tribunal Constitucional). La sustancialmente desigual condena de ambos presidentes andaluces se deriva de la distinta época en que desarrollaron su mandato, y el diferente conocimiento que se tenía entonces de los efectos de este disparatado y abusivo sistema de subvenciones.

Por un lado, nos encontramos ante la propia creación del modelo, que es considerado por sí mismo motivo suficiente para condenar a los encausados por el delito de prevaricación, es decir, por haber tomado a sabiendas una decisión contraria al ordenamiento jurídico. Según los tribunales, las autoridades andaluzas de la época decidieron crear un procedimiento discrecional e inmediato para el otorgamiento de subvenciones. Ante la evidencia de que una reforma en este sentido hubiera chocado frontalmente contra la ley autonómica de Subvenciones y la de Hacienda Pública, así como contra la normativa española y europea sobre ayudas públicas, la Junta apostó por una trampa que facilitaba el reparto del dinero de todos de forma arbitraria y descontrolada. Este sistema permitía eludir la fiscalización previa de la Intervención General, esquivaba el régimen aplicable sobre la autoridad competente para la concesión, prescindía de bases reguladoras o convocatorias públicas para su otorgamiento, sorteaba los filtros sobre el cumplimiento previo de condiciones y sobre su justificación posterior, etc.

Por resumir esta picaresca institucionalizada, La Junta concedía fondos al Instituto de Fomento Andaluz (IFA) en concepto de transferencia de financiación para gastos operativos, y para justificarlo, este organismo inflaba artificialmente esta partida en sus previsiones. Al no tratarse de subvenciones, la Intervención se limitaba a verificar la simple previsión de este crédito presupuestario. Después, el IFA se convertía en un mero pagador de las subvenciones decididas unilateralmente por el Director General de Empleo de la Junta, Francisco Guerrero, sin ningún tipo de límites ni controles.

La segunda parte de la cuestión no se refiere ya al propio diseño del sistema, sino a la falta de reacción de las autoridades políticas cuando se constató que este modelo no sólo amenazaba genéricamente el buen uso de los fondos públicos, sino que de hecho estaba provocando una interminable secuencia de abusos financieros concretos. Y es este hecho el que puede achacarse a Griñán y no a Chaves, por la etapa en que se produjo el relevo en la presidencia de la Junta, y que el alto tribunal considera constitutivo del delito de malversación de caudales públicos.

Fueron cuatro las ocasiones en que las autoridades autonómicas fueron advertidas sobre la ilegalidad de este abrevadero: primero, cuando la Intervención General emitió el ‘Informe Adicional sobre ayudas otorgadas en 2003’; más tarde, cuando la auditora Price Waterhouse señaló los déficits de tesorería que se producían por los pagos realizados por el IFA antes de recibir los fondos de la Junta; posteriormente, cuando la Agencia Tributaria detectó que dos empresas beneficiarias de importantes subvenciones tenían como administrador al chófer del propio Director de Empleo andaluz; y por último, cuando el despacho Garrigues emitió un informe evidenciando la ilegalidad del sistema. Ninguno de estos toques de atención sirvió para que la Junta se replanteara aquel fraude multitudinario y multimillonario.

La ratificación de estas condenas entraba dentro de lo previsible, y precisamente por ello, lo relevante era conocer cómo reaccionaría la cúpula del PSOE al mazazo judicial cuando se produjera. Y, lamentablemente, me temo que su respuesta ha resultado manifiestamente mejorable.

Por un lado, desde la portavocía del Gobierno, la ministra Isabel Rodríguez dejó abierta la puerta a un eventual indulto para los condenados, señalando que ese escenario «está lejano. Quedan muchas pantallas». Sorprende esta declaración en un partido que impulsó en el Congreso, allá por el año 2016, una proposición de ley para modificar la norma que regula esta medida de gracia, planteando literalmente el siguiente articulo: «No procederá la concesión de indulto, total o parcial, cuando se trate de delitos cometidos por una autoridad en el ejercicio de su función o cargo público, o prevaliéndose del mismo, con la finalidad de obtener un beneficio económico para sí o para un tercero». Insisto, para sí o para un tercero.

Paralelamente, desde la portavocía del PSOE, la debutante Pilar Alegría sostuvo que, en el juicio de los expresidentes socialistas, «pagan justos por pecadores» (exactamente la misma expresión que utilizó Pedro Sánchez pocos días después), insistiendo en la integridad y honestidad de ambos condenados por el hecho de no haberse llevado «ni un sólo céntimo». Al margen de que ninguno de los dos delitos exige el provecho económico del autor, a algunos ciudadanos nos resulta especialmente molesto que nos tomen recurrentemente por tontos: el reparto arbitrario de dinero público por aspersión tiene un efecto electoral clamoroso (voto cautivo, redes clientelares, perpetuación en el poder...) que, evidentemente, beneficia en segundo término a los políticos que lo aprueban, consolidando su posición. Es una práctica tan antigua como ir a pie. Por favor, al menos finjan un cierto respeto por el coeficiente intelectual medio de la ciudadanía. No hemos nacido ayer.

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