Sexadores de adolescentes

Seguro que muchos de ustedes conocen la anécdota. Corría el año 60 cuando un tal Joan Manel Serrat, que ya había terminado la mili en Castillejos y su formación de tornero fresador en la Universidad Laboral Francisco Franco de Tarragona, consiguió una beca para continuar sus estudios y afrontar la carrera de ingeniero agrónomo. Con la idea de costearse sus gastos, la futura leyenda de la canción ejerció un tiempo como sexador de pollos después de aprender con un instructor japonés. Al parecer, sólo existe una escuela permanente del ramo en el país del Sol Naciente, aunque sus expertos imparten cursos por todo el mundo.

Él mismo ha contado con mucha gracia que no se le daba nada mal examinar el culo de los pollitos para dirimir si eran macho o hembra. Hacía falta cierta habilidad manual, con la uña concretamente, además de una vista de águila. Ya por entonces la tarea se pagaba bien, aunque por fortuna para la historia de la música, el joven Serrat tomó conciencia de que nunca sería una estrella sexando aves. «Era bastante bueno, llegué a hacer unos 600 a la hora, pero los japoneses podían hacer más de mil sin apenas margen de error», ha recordado el artista.

A día de hoy, me confirma un buen amigo veterinario, los sexadores experimentados siguen entre la élite de los profesionales mejor pagados. Al cambio actual, superan los 5.000 euros mensuales. No obstante, la falta de glamour de pasarse hasta doce horas al día hurgando traseros avícolas hace que, según el prestigioso The Times, falten vocaciones en el Reino Unido, por no hablar del máster en el que hay que dejarse las pestañas durante tres años.

A la vista de estos emolumentos, no he podido dejar de preguntarme cuánto podrían llegar a pagar unos padres por conocer a ciencia cierta el sexo de sus hijos adolescentes, con la tranquilidad del veredicto cuasi infalible de un especialista con el ojo clínico de los japoneses. Hace no tanto tiempo, la cuestión parecía más sencilla, aunque fuese solo a simple vista. Hoy, gurús como Marta Segarra, investigadora del Centre National de la Recherche Scientifique de París, ya abogan por elegir género sin importar los genitales con que cada persona viene al mundo. Lo binario, hombre o mujer, incluso homosexual o lesbiana, ha quedado completamente demodé.

Sostiene Segarra que la clave es afrontar la cuestión desde el respeto. Nada que objetar; quizá sólo añadir respeto multidireccional. Hace sólo dos días, los Mossos inmovilizaron un autobús en Barcelona bajo mandato de la Oficina de Igualdad de Trato y No Discriminación de la Generalitat por un peligroso mensaje transfóbico y ultracatólico: ‘Les niñes no existen... Los niños tienen pene, y las niñas tienen vulva’. Cada cual que juzgue por sí mismo: a veces no estaría de más aplicar una leve dosis de sentido común.

En nuestra sociedad, una de las más avanzadas del mundo en este ámbito, sólo un porcentaje muy marginal de la población entiende como una desviación el hecho de salirse de lo ‘binario’. Ello no es óbice para que una gran mayoría esté preocupada por los excesos propagandísticos de lo ‘no binario’, y su efecto en cerebros en proceso de maduración, en este caso el de los adolescentes hiperinformados. La intensa influencia del entorno, el miedo al aislamiento y cómo los individuos adaptan su comportamiento a una posición predominante para no quedar fuera de juego ya lo describió Noelle-Neumann hace casi medio siglo en su espiral del silencio.

Uno ya se pierde con la nomenclatura de todas las tipologías de individuos, parejas y familias. Reconozco que ya estoy fuera de onda, pero bajo mi punto de vista, presionar desde las instituciones hasta convertir lo transgénero en la posición mayoritaria y predominante, en detrimento de lo cisgénero –hombres y mujeres que se sienten cómodos con lo que les ha tocado en suerte, aunque el término suene mucho a ciscarse en algo o alguien–, cae en los mismos excesos que podían derivarse de la educación más tradicional. En Estados Unidos, desde la industria cultural que nutre a todos los países occidentales, hace más de una década que publicitan las bondades de ‘elle’, como se puede apreciar en algunas de sus series de éxito.

Escribe Lluís Amiguet, un ilustre de la mítica Contra de La Vanguardia y también firma estelar de este Diari, que «antes nos declarábamos hombre o mujer, y dejábamos las dudas para una minoría; ahora empiezan a ser minoría los que no tienen dudas». La reflexión surge después de entrevistar a Teresa Caldeira, catedrática de Antropología Urbana en la Universidad de Berkeley, quien expone que la familia tradicional (padre-madre-hijos) ya ha dejado de ser hegemónica en las grandes ciudades. Sus trabajos de campo confirman una diversidad emergente de identidades de género que sobrepasan lo que venía a considerarse ‘natural’.

De modo que desde la mismísima Universidad de Berkeley sostienen que se nos viene encima una tendencia irreversible por la que los humanos «nos estamos redefiniendo». Nada más ni nada menos. Con todos los respetos, yo les rogaría extremar la prudencia y no azuzar más a una radical como Irene Montero y su proyecto de Ley Trans, que pone los pelos de punta a gente habitualmente tan moderada como científicos y médicos.

Sinceramente, no sabría decir si nuestra redefinición como especie obedece a una excelsa sofisticación como espíritus más elevados, o a la decadencia de una sociedad abotargada con los problemas psicológicos de la vida en la abundancia. Lo único que les puedo decir, como me sucede con ciertas tendencias musicales de moda, es que me dan unas ganas irrefrenables de bajarme del tren. Con casi 53 años y sin hijos, lo único que espero es no estar por aquí cuando todo esto descarrile.

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