Opinión

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Toda mi vida he llegado demasiado pronto a los aeropuertos. Y a las estaciones de tren, pero especialmente a los aeropuertos. Siempre he adelantado mis salidas. Me he adelantado en todas partes, en taxis, en el metro, en los intercambiadores. Incansablemente, he escuchado mi miedo. De perder mi vuelo, y la hora, de no llegar a tiempo, de no poder irme. En el bar, he gastado mi último dinero presa del pánico, Doritos y mensajes de texto del extranjero. En las librerías y kioskos de los aeropuertos me he dejado fortunas como otros se dejan en las mesas de los casinos. He visitado los baños de Pekín, Orly, Abu Dabi, Shanghai y Tokyo. Toblerone en mano y con el tiempo tan lleno que no sé qué hacer con él, he comprado revistas en alfabetos que desconozco. Durante años he repetido la preocupación de mi madre. He visto pasar el tiempo, la gente y los viajeros así. He perdido quizás un año o más, porque la contabilidad no es mi fuerte, cediendo al miedo de ver el avión o al tren que me dejan en tierra. Y al final, aquí estoy, hecha polvo, disfrutando de ese sopor de la intemporalidad y el no espacio. Mi pasión por esos no lugares es enfermiza. Ese tiempo muerto que precede al viaje. La preparación al viaje, el viaje dentro del viaje. La gente pasa, con sus maletas fieles como perros, con la vida por delante, corriendo hacia sus puertas de embarque. Yo siempre habré llegado antes.

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