Opinión

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Ha pasado ya un año de las imágenes que dieron la vuelta al mundo con un Carles Puigdemont dirigiéndose con normalidad a sus seguidores en Barcelona y luego desapareciendo delante de cientos de mossos d’Esquadra que le buscaron con Operación Jaula incluida. En Catalunya, tras doce meses, la figura de Carles Puigdemont, todavía en el exilio, lucha por mantener el peso simbólico que tuvo en los años posteriores al referéndum del 1-O. La escapada fue un gesto que ni tan siquiera los suyos supieron interpretar. Durante meses, su posible retorno había sido utilizado como motor de presión y como herramienta de movilización. Sin embargo, la decisión de regresar a Waterloo lo ha alejado de la política del día a día y lo visualiza solo en unas negociaciones en Suiza con el gobierno de Pedro Sánchez algo teatrales.Todos saben que se necesitan los unos a los otros a pesar de las amenazas. Sin Pedro Sánchez, el pacto Puigdemont-Feijóo parece una alucinación óptica. Esta situación ha obligado al independentismo a enfrentarse a una realidad incómoda: su narrativa ya no moviliza como antes, y su fragmentación interna le impide articular una estrategia clara. Junts y ERC mantienen diferencias profundas sobre el rumbo a seguir, mientras que la CUP ha perdido buena parte de su capacidad de influencia. En este contexto, la figura de Puigdemont, en otro tiempo incuestionable, aparece cada vez más como un elemento que no encuentra su lugar en el presente, del que poco se sabe. Mientras el president socialista Salvador Illa ha buscado el consenso institucional, el expresident continúa apelando a una legitimidad simbólica que ya no tiene los mismos efectos prácticos. Para una parte de la sociedad catalana, esa persistencia en el exilio empieza a parecer más una estrategia personal que a una convicción de servicio público. Eso no significa que el independentismo haya desaparecido. Sigue siendo una fuerza política y social con gran arraigo, pero necesita reenfocar su proyecto, renovar sus liderazgos y reconectar con una ciudadanía que hoy demanda soluciones concretas además de la restauración de los símbolos. Un año después del que debía ser el retorno, Puigdemont está atrapado por una Ley de Amnistía que no se le aplica y una negociación con Madrid cada vez más endiablada.

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