Hay pocas cosas que me den tanto miedo como una piscina iluminada de noche. Las piscinas iluminadas no gritan, no aparecen por sorpresa, pero están. Amenazantes. Esa agua quieta, turquesa eléctrico, con ese fulgor alienígena que parece anunciar que algo va a emerger. Pero si hablamos de miedo verdadero, de ese que te agarrota el cuello y te obliga a mirar hacia otro lado, entonces tengo que hablar de los lagos. Nada bueno puede salir de un lago. Suelos fangosos, culebras, peces de aspecto triste (bueno las truchas no). Me he bañado pocas veces en lagos y jamás en un pantano que ya es la exageración absoluta del pavor porque hay que recordar que debajo de un pantano hubo vida. Donde hoy hay agua (cuando llueve) hubo un pueblo con sus calles, su campanario y su cementerio, sus muertos y sus fantasmas. Quizá por eso me aterran tanto las películas de espíritus. Porque el horror es veraz y estructurado. Tanto es así que hay respuesta para todo: si aparece un demonio, se llama a un cura; si hay un fantasma, se busca la historia y se quema la foto. Si la niña empieza a hablar en arameo, se ata a la cama y se le lee el Salmo 91. Todo tiene un protocolo horripilante que le da veracidad. Por eso, cuando alguien me tira a una piscina sin avisar, siempre pienso que seré engullida por un monstruo. Un pensamiento que jamás he tenido en el mar.