Cine
'Tarde de perros', 50 años del estreno del filme de Sidney Lumet
La película sigue muy viva por su crítica al rol de los medios, las consecuencias emocionales de la guerra o las cuestiones de género

Al Pacino, a la puerta del banco, interpreta a Sonny, el atracador que lleva la voz cantante. Su interpretación le valió la nominación al Oscar.
Tarde de perros, que se estrenó en Estados Unidos un día como hoy hace medio siglo, no es una película de atracos: es una radiografía de un país que se desangraba ese verano de 1975.
El cineasta Sidney Lumet (12 hombres sin piedad) transforma un atraco fallido en un teatro de asfixia. No hay ráfagas de balas ni persecuciones espectaculares: lo que estalla es el sudor, los gritos y la tensión acumulada en el calor del verano neoyorquino. Su cámara se pega a los cuerpos, evita la coreografía pulida y se inclina hacia lo inmediato, lo documental. Cada plano, cada zoom, hace sentir que el tiempo se derrite junto con los personajes.
El tenso filme sobre la historia real del robo de un banco que se convirtió en una toma de rehenes en Brooklyn, representa la quintaesencia de Nueva York tanto como cualquier película de Woody Allen o de Martin Scorsese. Al Pacino y John Cazale interpretan a unos desventurados aspirantes a atracadores (Sonny y Sal, respectivamente, dos excombatientes de Vietnam) que, forzados por las circunstancias, se ven atrapados en una misión imposible. El banco es rodeado por la policía antes de que puedan huir, y Sonny decide retener a los empleados y negociar un escape. Pero Sal y él se ven desbordados por los rehenes, cada vez más revueltos. La situación se prolonga y las acaloradas discusiones de Sonny y la policía a través de un megáfono trascienden a la calle, y congregan a una muchedumbre que anima a Sonny. Durante un momento, entre los disturbios sociales de principios de la década de 1970, Sonny se convierte en un héroe de la contracultura.

Uno de los planos de la histórica película.
Mano a mano Pacino-Cazale
Tarde de perros se mueve entre espacios de tiempo de un absurdo hiperbólico y escenas de verdadera tragedia. Pacino no es aquí un mafioso ni un héroe, apenas un tipo que improvisa sobre la marcha, que ladra para no quebrarse, que resiste con fragilidad. Su interpretación es volcánica, desbordada, capaz de saltar de la ternura a la locura en un segundo. A su lado, John Cazale —el mismo cómplice silencioso que nos deleitó también en El Padrino— encarna a Sal como un espectro: callado, inquietante, ya derrotado antes de empezar.
El plan era simple: diez minutos en un banco de Brooklyn. Pero la torpeza y el azar convierten la operación en un encierro de catorce horas, televisado en directo. Afuera, la multitud celebra, abuchea, corea. Nueva York es mucho más que un escenario: es otro personaje, un hervidero que respira, se indigna y aplaude como si asistiera a un espectáculo gratuito.
En Tarde de perros Lumet nunca se refugia en el romanticismo del crimen. Aquí la tensión no está en la astucia del plan —que nunca existió— sino en la espera que degrada, en la absurda convivencia entre rehenes y captores. Es un teatro de lo grotesco: policías que se multiplican, cámaras que no parpadean, una multitud que transforma a Sonny en héroe contracultural por un par de horas. El clímax no es un estallido, sino un suspiro cortado de golpe.
Tarde de perros es un espejo de los 70: una América cansada, contradictoria, donde la rebeldía se gasta en un grito contra las sirenas y los reflectores de la tele. Lumet arranca la máscara del sueño americano y lo que queda es un fracaso sudado, frágil, profundamente humano. La película se ancla en el contexto de esos años 70, abordando temas como las tensiones políticas y sociales, el contexto anti-establishment y la marginación de la comunidad gay, que eran relevantes para Lumet. Fue considerada una película innovadora por su enfoque en la realidad, el uso de escenarios reales y la exploración de temas sociales, todo ello enmarcado en su estilo de ‘Nuevo Cine Estadounidense’.

La película de Lumet, protagonizada por Al Pacino, fue referente de la época.
Los 70 fueron un cine de excesos y heridas abiertas: la sexualidad expuesta en La última película (1971), la censura sacudida por La naranja mecánica (1971), la violencia sucia de Taxi Driver (1976), la mafia elevada a saga en El Padrino (1972 y 1974), la guerra como pesadilla en Apocalypse Now (1979), la delincuencia urbana de French Connection II (1975) y el terror de El exorcista (1973). En medio de esa tormenta, Tarde de perros brilló con su pulso abiertamente antisistema.
El porqué del título
El título original en inglés del filme (Dog Day Afternoon), traducido como ‘tarde sofocante’ o ‘tarde agobiante’, hace referencia al período canicular en verano durante el cual está ambientada la trama. Y el concepto ‘un día de perros’ también sugiere una jornada donde nada sale bien. De ahí que se refiera a las varias capas que dan sentido al filme.
Basada en el reportaje The Boys in the Bank de Life, la película se construye como crónica casi en tiempo real. Lumet mezcla rigor documental con humor negro. La improvisación de los actores fue decisiva: algunos de los mejores diálogos nacieron en ensayos, como esa joya involuntaria en la que Sal, preguntado por Sonny a qué país le gustaría huir, responde tras pensarlo: «Wyoming».
En su estreno, la película fue celebrada, nominada, pero eclipsada en los premios por otras gigantes. Ahí estaban ese año: Alguien voló sobre el nido del cuco, Tiburón, Barry Lyndon, Los tres días del cóndor, The Rocky Horror Picture Show, Nashville, Dersu Uzala (El cazador) o French Connection II.
Hoy en día, sin embargo, se confirma que Tarde de perros fue una de esas ‘perdedoras’ que ganan en la memoria. Porque lo que retrata —la torpeza convertida en espectáculo, la violencia como circo mediático, el calor de una ciudad al borde de la histeria— respira en cada plano de la cinta.