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Entre mitos y marinas: el holandés de Wagner en Reus

El pasado jueves, Reus acogió en el Fortuny con medios escénicos inteligentes, y acompañados por la Orquestra Simfònica del Vallès, al holandés en una velada que combinó el análisis dramático con la emoción viva

El bajo Sava Vemic como a Daland, marinero padre de Senta.

El bajo Sava Vemic como a Daland, marinero padre de Senta.Alfredo González

Òria Valls
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La representación de Der fliegende Holländer en el Teatre Fortuny de Reus, el pasado jueves, se inscribió en esa categoría de eventos que, sin pretensión de grandilocuencia, logran, sin embargo, desplegar una intensidad estética de notable alcance. La producción de escenografía sobria, casi ascética en comparación a las grandilocuentes escenas de las óperas clásicas, optó por un diseño espacial reducido a líneas esenciales. Pero esa misma austeridad, lejos de empobrecer la experiencia, permitió articular con precisión académica un conjunto de atmósferas marinas que fluctuaban entre la sugerencia pictórica y la evocación psicológica.

En el centro de esa arquitectura emocional se erigió la Senta de Maribel Ortega, cuya interpretación fue, en términos estrictamente vocales, impecable. Su línea de canto férrea y lírica a la vez sostuvo con rigor la tensión expresiva wagneriana, pero fue con la dimensión dramática donde alcanzó su punto más alto; Ortega construyó una Senta de amor obsesivo, sí, pero también de lucidez visionaria, atrapada entre el ideal romántico y la pulsión autodestructiva que ha hecho de este personaje uno de los más complejos del repertorio. Su Senta no era solo la joven que proyecta fantasías sobre un retrato: era una figura consagrada al mito, casi sacerdotal, cuya entrega total al Holandés se articulaba con una seriedad que trascendía lo meramente pasional.

Josep Planells Schiaffino conduciendo la Orquestra Simfònica del Vallès.

Josep Planells Schiaffino conduciendo la Orquestra Simfònica del Vallès.Alfredo González

En ese sentido, la puesta aportó una lectura especialmente interesante del desenlace: en lugar de la habitual autoinmolación del personaje, ya sea aventándose a las aguas, o estremecida entre cuerdas de barco, aquí Senta parecía ascender hacia una comunión final con el Holandés, como si ambos embarcaran juntos en una travesía póstuma. Esta resolución, más romántica que trágica, no anulaba el carácter fatalista de la obra, pero sí lo reorientaba hacia una idea de trascendencia compartida, casi metafísica.

Si Ortega sostuvo el eje emocional, Sava Vemić, como su padre Daland, aportó la dosis perfecta de corporeidad, comicidad y humanidad. Su presencia escénica rotunda, ágil y carismática ofreció un contrapeso necesario al pathos dominante de la partitura. Con una vis cómica muy bien administrada, nunca excesiva, Vemić delineó un Daland pragmático, casi mercantil, cuya relación con el Holandés funcionó tanto en clave dramática como en clave irónica. Vocalmente sólido y escénicamente magnético, fue uno de los pilares más indispensables de la representación.

Y aunque muchos se sienten intimidados por la densidad conceptual, la complejidad orquestal o la extensión habitual de la obra wagneriana, El holandés errante continúa siendo una puerta de entrada privilegiada al universo del compositor.

Con su duración relativamente contenida y su relato accesible, permite asomarse a un Wagner que, sin renunciar a sus obsesiones estilísticas, parece aún abierto al mito, al romanticismo puro y a la reflexión moral sin excesos doctrinales, porque, y esta producción en Reus lo recordaba con claridad académica, Wagner no solo construye una trama sobre la redención por amor; también ofrece un espejo donde se reflejan nuestras propias obsesiones, idealizaciones y lealtades temerarias. Si el Holandés necesita la entrega absoluta de Senta para quebrar su condena, la obra nos invita a examinar, desde la seguridad de la distancia estética, las consecuencias de esas pasiones desmedidas que todos, en algún grado, conocemos.

Los leitmotivs wagnerianos, todavía en un estadio temprano de su producción, pero ya cargados de una voluntad unificadora, dialogaban con la acción escénica en un entramado donde lo simbólico y lo narrativo se reforzaban mutuamente.

Así, la producción recordaba que Wagner no solo concebía la ópera como un arte híbrido, sino como un organismo vivo, capaz de armonizar las fuerzas emocionales y conceptuales del drama para conducir al espectador hacia una experiencia estética que opera simultáneamente en la sensibilidad y en el pensamiento.

Así, con medios escénicos modestos pero inteligentes, y con interpretaciones de alto rigor musical como las de Ortega y Vemić acompañadas por la Orquestra Simfònica del Vallès guiada por Josep Planells Schiaffino, la función en el Teatre Fortuny se convirtió en una velada que combinó el análisis dramático con la emoción viva: una síntesis rara y valiosa que honra tanto al teatro como a la ópera misma.

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