El camarote (I)
La pasión por el periodismo, esa vocación de ser útil y trascender en los lectores, es embriagadora y puede convertirse en una especie de droga de la que es difícil desengancharse
Para desengrasarme de los escándalos frívolos de las canciones que optaban a ir al Eurofestival –que es una competición entre canales de TV y no entre países- he estado leyendo El camarote del capitán de mi colega Marius Carol. Antes, he tenido muy claro que montar un escándalo sobre canciones de ínfima calidad era haber perdido el norte sobre lo que toda canción debe tener: el llamado «momento mágico», según Mogol, Testa y Palaviccini, artífices de las más bellas melodías italianas.
Lo del camarote del capitán va del rol de un director de diario en momentos de trascendencia política en nuestro país. Torear en esos momentos no es fácil, pero sí apasionante. He tenido la fortuna de dirigir dos periódicos y creo que puedo opinar, aunque lo que yo tuve en El Correo Catalán fue más bien el camarote de los hermanos Marx, por la cantidad de gentes que entraban y salían para plantearme las situaciones más asombrosas que pudiera esperar. La distancia entre Carol y mi camarote es inmensa y lo que para él fue un ejercicio de equilibrios entre las diferentes realidades y visiones de Catalunya y España, para mí fue una lucha contra buena parte de mi propia Redacción y la defensa de lo que un periodista nunca debe olvidar: los lectores. Me queda el consuelo de haber hecho buenos amigos entre mi equipo (en una Redacción las amistades escasean) que recuerdo siempre: José Rodríguez Martín, Alfons Ribera, Jesús Ruíz, Manuel Simó, y un puñado de voluntariosos y sobre todo brillantes redactores.
Una de las características de la dirección de Carol son sus innumerables comidas con políticos de primera línea. Me asombra. Yo jamás comí en privado con ningún político y no lo habría aceptado. Las comidas suelen servir para decir lo que no conviene y establecer lazos que un periodista debiera rechazar, incluidos los familiares. En estas y otras circunstancias, por tanto, yo estaba solo en un camarote en donde, por cierto, de madrugada llegó a entrar gente anónima para fotocopiar documentos confidenciales. Cuán cierta es la sentencia que dice que “Dios me guarde de mis amigos, que de los enemigos ya me ocupo yo”.
Cuando comencé mi andadura en aquel periódico, creé la frase que definía al director de un diario: «Como el entrenador de un equipo de fútbol, desde el primer día hay que contar los días que faltan para que te echen». Una segunda frase que me caía como una losa y que era como el objetivo a cumplir, podría haberse resumido en: «Mantén vivo este cadáver». A todos los periódicos, desde hace medio siglo, les pende sobre sus cabezas la espada de Damocles de su posible final, ya sea por los cambios sociales y las dificultades de adaptación o sea porque su ciclo vital ha periclitado. El cadáver puede estar más o menos lejos pero está presente y amenazante, porque un periódico, aparte de su función social, es un negocio.
La pasión por el periodismo, esa vocación de ser útil y trascender en los lectores, es embriagadora y puede convertirse en una especie de droga de la que es difícil desengancharse. Puede con todo, a veces incluso con la familia. También puede llevar más lejos de lo razonable para entrar en una especie de obsesión que anula incluso la defensa de un salario digno porque lo que al periodista suele importar por encima de todo es su vocación trascendente. Y el director, enganchado a la vorágine de servir cada día información diferente al día anterior, vive la sublimación de estas circunstancias. La tentación de hacer política debiera descartarse siempre, porque un periodista es un observador de cuanto ocurre en un país y no un actor que gusta de codearse con políticos otorgándose un papel que no le corresponde. Porque un diario se debe solamente a sus lectores.

El camarote (I)