Estamos cerrando el curso escolar más difícil y complicado de nuestra vida. Lo empezamos metidos en un mar de dudas después de tres meses confinados en el curso anterior. El problema era la falta de experiencia al ser una situación nueva, sin ningún ensayo o simulacro previo. Los directores, además de excelentes líderes, deberían ser casi magos para solucionar todas las dudas del inicio de curso. Ellos están acostumbrados a solucionar los conflictos y dificultades sobre la marcha, pero este curso era especial. El director y todos los profesores eran conscientes del momento complejo y difícil y se lanzaron a la lucha con redaños y acertaron con la fórmula para superar un inicio de curso muy complicado.
Y llegamos al primer día de vuelta al cole. Los niños venían atosigados de avisos y consejos. Era imprescindible que los padres superasen el miedo y las emociones para ayudar a los hijos a superar sus inseguridades sobre el inicio del curso y así sería más fácil adaptarse a la rutina y hábitos escolares «porque teníamos que acostumbrarnos a vivir con el temor y la mascarilla y hacer normal la anormalidad».
Es evidente que las dos piezas claves de este puzle son los profesores y los alumnos. Al final del primer trimestre, en diciembre del 20, los profesores destacaban su asombro por las bondades y por el excelente comportamiento de sus alumnos. Se había ganado en seriedad, organización y orden, pero se había perdido mucha alegría, vivacidad, animación, entusiasmo, optimismo y jovialidad. Era evidente que habíamos avanzado en seguridad, pero habíamos perdido en chispa. Los profesores aseguraban que la transformación había sido total y que, cuando ellos entraban en el aula, los alumnos estaban «todos» sentados y con la mascarilla bien colocada. Durante la clase no era necesario llamar la atención a casi nadie. Salían según el orden establecido y sin prisas. Ninguna aglomeración en los pasillos. Poco ruido. Esto no es una transformación, es casi un milagro. Los profesores se habían ganado un aplauso por su buen hacer en la organización de un curso tan complicado y los alumnos se merecían el «sobresaliente» por su exquisito complimiento de las normas.
Fueron llegando nuevas oleadas de esta terrible pandemia. En las fiestas navideñas volvimos a las andadas: reuniones masivas e incontroladas, sin mascarillas ni medidas de seguridad. Las consecuencias fueron inmediatas. Las noticias de todos los telediarios eran alarmantes: colas en los centros médicos, hospitales saturados, colapso en las UCI y hasta morgues de emergencia. Lo peor es que nos hemos ido habituando a estas terribles cifras de enfermos y muertos.
Ante este panorama a las autoridades no les quedaba más que una solución: encerrar y aislar a la población. Cada comunidad autónoma trata de ‘confinar’ todo lo que le permite el gobierno. La gran diferencia con el mes de marzo del 2019 estaba en los ‘centros escolares’. Podían haber vuelto a la enseñanza virtual y a distancia, pero ese tema era innegociable. «Los alumnos tenían que ir al colegio». A pesar de los muchos riesgos que corrían de contagio y, sobre todo, a pesar de que podían ser los portadores del virus a las familias, «los niños no podían quedarse en casa y debían ir a los colegios». ¿Qué razones tenía el gobierno para ser tan tajante? Muy simple: «la economía se desplomaría porque los padres tendrían que cuidar a sus hijos y no podrían ir a trabajar».
¿Y qué papel juegan los profesores y los alumnos en esta guerra? Los profesores han sido los artífices de un éxito de organización sin precedentes, los valientes sufridores que han soportado en primera línea de fuego todas las dificultades de la pandemia y eso a pesar de que ellos eran los que más riesgo corrían. Me temo que ningún gobernante se preocupó por maestros y profesores al decidir que no se cerrasen los centros. Por si el virus fuera poco se unió el frío en las aulas. En la semana después de Reyes, con Filomena desplomando los termómetros bajo cero en toda España, las puertas y ventanas de las clases tenían que estar entreabiertas. Me imagino la temperatura de esas aulas. Un frío insoportable a pesar de que los alumnos fueran forrados como para viajar al polo norte. Un compañero me decía que es verdad que el comportamiento de los alumnos este invierno ha sido impecable y que «hablan poco», pero es porque tiritan de frío y no les salen las palabras. ¡Pobres profesores y alumnos! ¡Vaya curso han pasado! Tampoco he visto los aplausos del público en los balcones, y mira que los merecen. Profesores, estad seguros de que tenéis todo nuestro apoyo y nuestra consideración. Habéis sido, junto con los sanitarios, los héroes de esta guerra contra el virus. Estamos cerrando este curso terrible. Cada año tenemos muchos motivos para estaros agradecidos, pero este aún más, porque habéis conseguido que el periodo de pandemia se haya desarrollado lo más normal posible, a pesar de las circunstancias. Os habéis ganado con creces el descanso de este verano y nuestro agradecimiento por vuestra lucha y vuestra paciencia, por vuestro trabajo y esfuerzo y, sobre todo, por hacer que lo difícil pareciera fácil. «Gracias, profesores».
¿Y los alumnos? En general, durante toda la pandemia su comportamiento ha sido ejemplar. Había un cierto temor en un principio a que no cumplieran las normas o no respondieran a las exigencias de la situación. Pero los alumnos han superado con nota las expectativas. A pesar de los contagios y confinamientos de grupos, el curso salió a flote sin ruidos ni escándalos y con la grata sensación de la comunidad educativa de haber superado con excelente conducta los retos de la Covid.
Gracias, alumnos, por la lección de civismo que nos habéis dado, respetando los consejos de vuestros profesores para el uso de mascarillas, orden en el aula o distancias en recreos y pasillos. Este año se han reducido considerablemente los conflictos y expedientes disciplinarios. Y todo ello sin poder disfrutar de las actividades extraescolares que sirven para relajar la tensión del curso. Ni un solo viaje de estudios. Con esa sensación de paz y tranquilidad terminaron las actividades en los centros educativos. Fue en ese momento cuando explotó la bomba. Al finalizar los exámenes de selectividad se desbocaron y dieron rienda suelta a su energía juvenil y a sus deseos de libertad saliendo en avalancha a las playas y saltándose todas las normas sanitarias. Habían estado muy formalitos durante toda la pandemia, pero, al final, «dieron la patada al caldero». En mi juventud se ordeñaban las vacas a mano y existía el peligro de recibir una patada de la vaca precisamente cuando el caldero estaba lleno. Algo así ha ocurrido ahora con los estudiantes de segundo de bachillerato. Han dado una patada al caldero lleno de sensatez durante toda la pandemia y han salido como un torbellino a las islas o a las costas mediterráneas. Mallorca ha sido el punto álgido, pero yo he podido ver en Salou durante el mes de junio verdaderas riadas de jóvenes que invadían las terrazas de los bares y las playas, incluso con botellones nocturnos. Las consecuencias han llenado las portadas de los telediarios. Sólo la «macrofiesta» de Mallorca se ha saldado con más de 600 casos de Covid confirmados y miles de jóvenes confinados en toda España.
Una verdadera pena este final de curso, pero no nos equivoquemos. La mayoría de los estudiantes de segundo de bachillerato han superado la prueba de la pandemia con excelente nota en «cordura». Sólo unos pocos, los mismos insensatos de siempre, han terminado este curso especial con «una patada al caldero».