En pleno siglo XXI, cuando la humanidad debería estar más unida que nunca frente a desafíos globales como el cambio climático, las pandemias y la pobreza, el mundo asiste, atónito, al resurgir de una peligrosa obsesión: la proliferación de armas nucleares. Lo que fue durante décadas un símbolo del horror y la destrucción, hoy parece haberse convertido en un simple activo geopolítico, una garantía de ‘seguridad’ que cada vez más países, especialmente en Europa del Este, codician con una mezcla de miedo y pragmatismo. La lógica del «si tú tienes, yo también debo tener» se ha impuesto. Ante la creciente tensión global y la percepción de amenazas inminentes —reales o fabricadas—, muchos gobiernos creen que solo un arsenal nuclear puede disuadir un ataque sorpresa. Esta mentalidad no solo perpetúa la inseguridad internacional, sino que normaliza la posibilidad de un conflicto que, de producirse, no dejaría vencedores, solo ruinas. En este contexto, resulta evidente la inoperancia del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), un acuerdo que nació con la esperanza de frenar el número de potencias atómicas, fomentar el desarme y promover el uso pacífico de la energía nuclear. Hoy, el TNP se tambalea entre la hipocresía de las potencias que ya poseen armas nucleares —y no muestran intención real de deshacerse de ellas— y la frustración de aquellos países que se sienten marginados del juego de poder global. La ONU, por su parte, ha demostrado una pasividad alarmante. Su estructura, heredera de un orden mundial ya obsoleto, ha sido incapaz tanto de frenar las ambiciones atómicas como de hacer cumplir sus propias resoluciones. Mientras tanto, los ciudadanos del mundo —la inmensa mayoría sin voz ni voto en estas decisiones— viven bajo la sombra de una amenaza que creíamos enterrada con la Guerra Fría. La diplomacia ha sido reemplazada por la disuasión armada, el diálogo por la intimidación, y la razón por el miedo. La humanidad no puede permitirse tratar las armas nucleares como un mal necesario. Porque no hay nada más innecesario, más inhumano y más irreversible que la destrucción total. La banalización del apocalipsis es, en sí misma, una forma de locura. Y ya hemos aprendido —o deberíamos haber aprendido— que en este juego, nadie gana.