El patrimonio no es un lujo estético, sino un bien común que necesita un compromiso activo y sostenido. Lo ocurrido recientemente en la Mezquita-Catedral de Córdoba —un episodio que, sin alcanzar las dimensiones del incendio de Notre Dame, ha encendido todas las alarmas— nos recuerda que incluso los monumentos más icónicos son frágiles cuando la protección se deja en manos del azar.
La Mezquita de Córdoba no solo es un tesoro arquitectónico, sino un símbolo vivo de la historia. Sin embargo, este valor incalculable convive con una paradoja inquietante: mientras el turismo masivo genera cifras récord de visitantes y beneficios económicos para las ciudades, la inversión directa en la conservación del patrimonio apenas aumenta. En demasiadas ocasiones, los ingresos del sector no se traducen en planes de mantenimiento preventivo, protocolos de emergencia ni restauraciones planificadas.
El incendio en la Mezquita de Córdoba pone de manifiesto la vulnerabilidad de nuestro patrimonio y la necesidad de actuar ya
El caso de Notre Dame mostró cómo un país puede reaccionar con rapidez y determinación cuando su patrimonio está en riesgo. En Francia, el Estado lideró un esfuerzo coordinado, movilizando fondos públicos y privados con objetivos claros y transparentes. En España, en cambio, seguimos confiando excesivamente en la buena fortuna, en que «no pase nada» mientras las piedras centenarias soportan el peso de millones de visitantes y los efectos acumulativos del tiempo.
El turismo masivo no es en sí un problema —al contrario, puede ser una fuente de recursos y un motor de sensibilización—, pero debe acompañarse de una estrategia de reinversión proporcional. No basta con declarar un bien como Patrimonio de la Humanidad; hay que garantizar, con presupuestos estables y gestión experta, que ese reconocimiento se traduzca en cuidado real. Bien lo sabemos en Tarragona.
El patrimonio es un puente entre nuestro pasado y nuestro futuro. Cuando se deteriora o se pierde, no solo se daña una obra material: se erosiona la memoria colectiva que nos da identidad. Protegerlo requiere voluntad política, recursos suficientes y la convicción de que lo que hoy admiramos no nos pertenece en exclusiva, sino que lo custodiamos para quienes vendrán después.