Mark Rothko es de esos artistas que te tocan el alma. Mi primera experiencia fue en la Tate de Londres en la que tiene una sala dedicada. Recuerdo entrar, sentarme y olvidarme de todo. Desaparecer en ese color. Recuerdo que no me percaté de nada hasta que una señora mayor se sentó a mi lado «everything allright my dear?» Fue como regresar de un largo viaje. Mark Rotkho, judío, ruso y americano, transformó la pintura en una experiencia casi mística, donde el color no solo se ve, sino que se siente en lo más profundo. Su obra no buscaba decorar, sino confrontar emociones esenciales: el vacío, la fe, el sufrimiento y la muerte. Su búsqueda artística lo llevó a desafiar el destino del arte y enfrentar sus propios demonios, dejando un legado que sigue resonando en cada espectador. Pedía que sus cuadros se colgaran bajos, a nivel visual, con luz tenue, que te envolvieran, que te absorbieran. Frente a sus lienzos no hay escape, estas tú y el color. Estás tú y esos límites en los que se ven cosas: se ven el dibujo de ciudades como si fuera la Fata Morgana. Mirar un cuadro de Rotkho es la mejor manera de verse a uno mismo, no hay nada, es puro vacío, solo color. Y eso no es una casualidad porque su color no consuela. Su serie para la capilla Rotkho son ventanas a un vacío silencioso. El mismo vacío que él pudo contemplar, el mismo vacío del que no pudo regresar.