En el verano de 1953, un joven de 24 años, hijo de una familia calvinista acomodada, abandonó Ginebra y su universidad, donde cursó sánscrito, historia medieval y luego derecho en su Fiat Topolino. Nicolas Bouvier ya había realizado viajes cortos y estancias más largas en Borgoña, Finlandia, Argelia, España y luego Yugoslavia, pasando por Italia y Grecia. Esta vez, puso la mira más lejos: Turquía, Irán, Kabul y luego la frontera con la India. Le acompañaba su amigo Thierry Vernet, quien documentó la expedición con dibujos y bocetos. Estos seis meses de viaje por los Balcanes, Anatolia, Irán y luego Afganistán dieron lugar a una de las grandes obras maestras de la llamada literatura de viajes, El camino del mundo, (L’sage du monde) que no se publicaría hasta diez años después —y por primera vez a su propio cargo— antes de convertirse en un clásico. Con una escritura rigurosa, económica en sus efectos y sin jugar a la «literatura», Nicolas Bouvier ha conseguido lo que pocos han conseguido: un relato de viaje puro, en la gran tradición del descubrimiento y del asombro, al mismo tiempo que una reflexión ética y moral sobre una manera de estar en el mundo entre sus contemporáneos, en todas las latitudes. Una de sus frases me persigue desde su lectura:Moi, par -dessous tout, c’est la gaité qui en m’en impose. Eso es: a mi, por encima de todo, lo que me importa es la alegría.