He dormido fatal. No es una novedad. El insomnio es mi más constante y fiel compañero. Me costó dormirme y me he despertado varias veces. Una para encender la luz y ver que todo sigue igual. Otra por calor, y el debate consiguiente sobre si poner o no el aire acondicionado. Al final lo he hecho y esta mañana apenas tengo voz. Y otra por lo absurdo de mi sueño: ¿por qué he soñado que estaba en Nueva York de noche? Que no digo yo que Nueva York no sea una imagen constante, pero hace siglos que no he vuelto a ir, ni casi leo nada que suceda en Nueva York. Se me aburrió la ciudad o me aburrí yo de ella y de repente, en medio de un sueño allí está. Nocturna, como a mí me gusta, con las luces borrosas porque seguramente acababa de llover, como a mí me gusta. No quiero escribir sobre sueños porque pocas cosas hay más aburridas que leer sobre los sueños de otros. Cuando escribí La història de la nostàlgia y envié unos capítulos a mi editor, me contestó: «Nadie quiere leer sobre los sueños de otros. Es aburrido». Me arrepentí de aquellos capítulos y los borré, pero aún andan por alguna carpeta del ordenador acechándome. Cuando no duermo, escucho documentales. Algo que sea monótono pero no aburrido. Algo que me acune. Momias egipcias, Borges, el ocaso de los glaciares, Proust y cocineros japoneses a los que no entiendo pero cortan cebollas durante horas.