Estamos en Navidad. Todavía no es 25 de diciembre, pero desde hace días —incluso semanas— los villancicos y la decoración de esta época del año lo inunda todo: calles, centros comerciales, tiendas de barrio, oficinas… y es cierto que fa festa, como decimos en catalán. Abetos, guirnaldas, estrellas, luces parpadeantes y figuritas varias adornan todos los rincones —no quiero imaginar los que detestan estas fiestas cómo lo deben estar pasando; a mí, personalmente, me gustan, aunque reconozco que en algún momento puede ser abrumador.
La Navidad es una fiesta religiosa, aunque a tenor de las encuestas de sentimiento y práctica creyente, hoy para muchos tiene más de cultural que de fe, y a nadie se le puede imponer una creencia, como tampoco se le debe privar a nadie de la esencia en la que se enraíza la celebración. Lo digo por el afán que aparentemente tienen algunos —consciente o inconscientemente— de desnaturalizar (otros dirían laicizar) la celebración. No solo por lo absurdo de la decisión, sino porque estamos privando a las nuevas generaciones de comprender esta fiesta que tan interrelacionada está con nuestras raíces y nuestra cultura; y no hace falta ser ni practicante ni creyente para defender lo que digo.
Las fiestas están relacionadas con el nacimiento del Niño Dios, con el pesebre, con los Reyes Magos
Las fiestas de Navidad están relacionadas con el nacimiento del Niño Dios, con el pesebre, con los Reyes Magos. No nos es propio ni el Papa Noel, ni los elfos, ni los renos, ni los trineos… Ojo, que quien quiera ponerlos en su vida o como parte de su decoración navideña, que lo haga, pero tenemos que ser conscientes de que estos elementos son propios de otras tradiciones navideñas y no deberíamos permitir que desplazaran o, aún peor, sustituyeran a nuestros referentes de esta fiesta y en cómo la celebramos en nuestra cultura y tradición.
No me malinterpreten: estoy a favor de la libertad. Cada uno ha de poder escoger cómo y con qué decora su casa, su tienda o su comercio, pero esa elección ha de ser consciente, no por la inercia que impone la presión comercial, los productos audiovisuales anglosajones, o —aún peor— por una tolerancia mal entendida de algunos o la animadversión a lo religioso de otros, que amputa la esencia cultural que explica nuestra Navidad.
Nos guste o no, la historia que nos define hoy está imbricada en la religión
Insisto en que a nadie se le debe imponer nada, pero tampoco debemos permitir que el buenismo malentendido acabe diluyendo lo que somos. No por religioso sino por cultural.
Sigo asombrado por la incoherencia de algunos ayuntamientos que optan —para no herir sentimientos, dicen, de quienes no practican o simplemente no comulgan con ninguna religión— por secularizar las fiestas: quitan el pesebre de las ciudades, eliminan imágenes del Nacimiento, promueven a Papa Noel por encima de los Reyes Magos, o sustituyen la estrella de Belén por una lluvia de estrellas que ilumina toda una avenida. Son estos mismos ayuntamientos los que, el 5 de enero, movilizan a voluntarios y policías locales para asegurar que las cabalgatas de sus majestades llegue hasta el consistorio donde sus alcaldes se dan un baño de masas recibiendo a los personajes y sus séquitos.
Nos guste o no, la historia que nos define hoy está imbricada en la religión, y sin conocer esa historia y los hechos o elementos religiosos que la definieron, no se puede entender ni quienes somos, ni de dónde venimos, ni el arte o las tradiciones que nos enriquecen como pueblo y como sociedad occidental.
¿Cómo entenderán las generaciones más jóvenes los pessebres vivents o Els Pastorets; Sant Esteve, Sant Silvestre o la Nit de Reis? Y ya no menciono la literatura, la pintura o la escultura plagada de infinitud de referentes religiosos.
Esconder esos elementos, omitirlos o ignorarlos, erosiona nuestras raíces, nos empobrece culturalmente y priva a las nuevas generaciones —hoy menos religiosas que hace unas décadas— de una mejor comprensión de lo que somos y nos define.