Opinión

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Estos días he intentado entender la cuántica haciendo un curso y lo que me ha quedado claro es que es como la vida misma. Mi madre con 82 años me dice que desde que ve vídeos de cuántica entiende el catolicismo, yo lo compararía más con las vacaciones.

A estas alturas del verano, una ya no sabe si está de vacaciones o atrapada en un experimento de física cuántica mal resuelto. Me explico: la mayoría deja el trabajo por unos días, el correo automático dice «fuera de la oficina», la mente debería estar en una tumbona con mojito en mano, y sin embargo... seguimos contestando whatsapps del grupo del equipo. Estoy y no estoy. Es la falacia de la conectividad, nos acerca y a la vez nos aleja.

La física cuántica, para quien no haya tenido el placer de intentar entenderla en el instituto, la universidad o en una TED Talk a las once de la noche, viene a decir que las cosas no son tan sencillas como parecen. Una partícula puede estar en dos sitios a la vez, y tú puedes estar mentalmente en la playa de Cambrils y físicamente en la cola del súper comprando bronceador y berenjenas. Todo depende de si te están observando. Como los niños cuando les pides que recojan el cuarto. Tomemos el famoso experimento del gato de Schrödinger. Para los no iniciados: metes un gato en una caja (esto ya empieza regular), le añades un mecanismo radioactivo (aún peor) y no sabes si está vivo o muerto hasta que abres la tapa. Pues eso mismo me pasa a mí con la planta del salón después de dos semanas de vacaciones. ¿Ha sobrevivido? ¿Está tiesa? ¿Es ahora parte del mobiliario abstracto? No lo sabremos hasta que abramos la puerta de casa y enfrentemos la realidad botánica. O no.

Las vacaciones, como la cuántica, están llenas de fenómenos inexplicables. Ejemplo número uno: el tiempo se dilata y se contrae a su antojo. La semana antes de irte, cada hora dura como tres. El día que te vas, todo va tan rápido que acabas olvidando las gafas de sol, la crema solar y a los niños. Y cuando estás en la playa, el tiempo se comporta como un electrón nervioso: un segundo estás extendiendo la toalla y al siguiente ya es domingo por la tarde y tienes que hacer la maleta con arena y resignación.

Otro principio cuántico aplicable: el de la superposición. Estás en modo vacaciones, pero simultáneamente tienes un ojo en la bandeja de entrada. Has puesto «no molestar», pero revisas el correo «por si acaso». Has salido del grupo de padres del cole, pero sigues cotilleando lo que dicen. A esto le llamo yo el estado del veraneante ansioso, también conocido como el cuántico costadorada.

Y no olvidemos la teleportación cuántica. Que no, no es lo de Star Trek, pero se le parece. Porque de repente te ves en el Aquópolis rodeada de seres de entre 3 y 80 años en flotadores de unicornio, preguntándote cómo has llegado allí si juraste que este año harías turismo rural y leerías a Kundera. A ti te teletransportaron tus hijos, claro. A cambio de paz relativa, has cedido tu voluntad a cambio de un helado derretido y dos horas de espera para subir a un tobogán. La física cuántica también dice que el observador influye en el resultado. Por eso es vital elegir bien con quién compartes vacaciones. Una pareja que no se lleva bien puede convertir Reus en Mordor. Un grupo de amigos relajados transforma una pensión con ducha compartida en el Ritz. Es una cuestión de colapsar la función de onda a tu favor. Y no, esto no lo digo yo, lo dice la ciencia. O algo parecido.

Así que si este verano sientes que estás y no estás, que el tiempo va raro y que tu maleta contiene tanto bikinis como informes sin leer, no te preocupes. No estás perdiendo el juicio. Estás simplemente viviendo unas vacaciones cuánticas. Y eso, no sé si es ciencia, pero si saber, sobretodo vivir.

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