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    ¡Bienvenidos a la cárcel!

    31 marzo 2023 19:34 | Actualizado a 01 abril 2023 06:00
    Martín Garrido Melero
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    A lo largo de mi vida profesional he pasado mucho tiempo en la cárcel.

    Entiéndanme, no he sido un interno, sino un mero visitante, pero de los de larga duración. La cárcel de antes, en pleno centro de Tarragona, era más familiar; en un instante hacías los trámites obligatorios para entrar, atravesabas el foso, te abrían la puerta, llamaban al interno y tras otra puerta todo acababa o empezaba. Hay que reconocer que algunas veces parecía el camarote de los hermanos Marx, pero eso la hacía, como decimos, mucho más familiar. En cambio, en la de ahora, todo es más lento, para llegar al foso tienes que pasar una serie de controles y puertas que se abren y se cierran, y luego una vez en el edificio de dentro, te espera muchas veces un tiempo de espera. Todo está más limpio, pero parece más impersonal.

    «Parece que se retrasa la novia, pero no se preocupe las novias siempre se retrasan», le dices al que espera al otro lado de la ventanilla de protección. Y al final llega, como todas las novias, en el último momento; y podemos celebrar la ceremonia, eso sí con cierta prisa, porque han pedido una hora determinada para el vis a vis. Es una relación carcelaria. De ella sabes la larga duración de la condena; de él, no. «¿Le queda mucho tiempo?», le preguntas. «Bueno, ya me queda menos, y además he puesto un recurso, quizás diez años». Me temo que va a ser una vida de vis a vis.

    Algunos de los internos a los que vas a visitar profesionalmente son famosos, sus historias han llegado a la prensa y en algún caso se ha hecho hasta alguna película, pero cuando los ves allí, entre ventanillas de seguridad, son para ti unas personas más, que tienen que arreglar sus asuntos como el resto de los mortales y que se comportan también como el resto de las personas.

    La cárcel de antes, en pleno centro de Tarragona, era más familiar; en un instante hacías los trámites obligatorios para entrar

    En una ocasión, tuve que ir a firmar un documento relativo a una herencia. Las herencias crean tensión. Más de una vez he tenido en mi estudio que separar a los familiares que estaban a punto (y sin a punto) de llegar a las manos. La cárcel, con la soledad y el fatalismo sobre las cosas humanas que implica, parece que es un lugar curiosamente para la paz y tomarse las historias terrenas con calma, pero no es así, lo que prueba que los seres humanos nunca aprendemos.

    El preso empezó a enfurecer a medida que le iba leyendo y, sin yo poder evitarlo, se apoderó del documento y huyó con él hacia el interior de las celdas. ¿Qué hacer? Es evidente que se había producido un delito, una afrenta a la Autoridad que represento. Pero ¿había yo firmado el documento? Y ustedes dirán que más da. Y no daba lo mismo, porque si yo no había firmado, se trataba de un simple hurto de unos folios de papel; pero si yo había firmado, se trataba de un delito de daños contra el Estado español, que al menos por el nombre es una cosa más seria y grave. Opté por lo más práctico, especialmente después de saber que según el protocolo carcelario le iban a caer todas las penas del infierno: me fui. Volví un poco de tiempo después, firmamos lo que había que firmar, no hubo disculpas ni yo las pedí. Al despedirnos, me dijo: «espero que no me cobre dos veces». Con ese carácter, ni se me ocurrió.

    Otra vez tuve que ir a ver consecutivamente a tres presos, en lo que parecía un curso avanzado de derecho penal sobre delitos consumados, frustrados y tentativa. El primero había matado a su mujer después de hacer el amor, una historia que era muy parecida a El cartero siempre llama dos veces. Era una persona que destacaba por la cortesía y buenas maneras.

    En cambio, en la de ahora, todo es más lento. Todo está más limpio, pero parece más impersonal

    El segundo había hecho todos los preparativos para poner en funcionamiento una bomba que en el último momento no había estallado, con la clara finalidad de acabar con su pareja. Curiosamente al ir a visitarle en la cárcel antigua no le encontré en el interior y tuvieron que ir a buscarlo a la puerta. Ya les adelanté que era un sitio familiar. Se había convertido en un preso de confianza, su mujer, objeto directo de los preparativos, le iba a visitar todos los fines de semanas, y ambos esperaban con ilusión volverse a reencontrarse.

    El tercero había disparado su escopeta contra su consorte, que no había sufrido apenas daños. Se encontraba muy apesadumbrado y deprimido, pero no por lo que había hecho. «No entiendo porque no viene a verme», nos dijo a su abogado a y mí, que preferimos callarnos y no echar más leña al fuego, diciéndole el motivo.

    La cárcel es un mundo, como otros muchos, del que no solo forman parte los internos. Cuando esperaba con un abogado penalista que iba a sus menesteres, empezamos a hablar de los tiempos en que estudiábamos en la Facultad Derecho Penal y de nuestras ilusiones de Justicia. «Esto es un asco, que en nada se parece a lo que estudiamos; ayer sin ir más lejos gané a los fiscales por un motivo de forma, consiguiendo la completa absolución de unos sujetos que todos sabíamos que eran culpables».

    En una de mis visitas, un carcelero mostró un especial interés en lo que iba a hacer. Al final me confesó que había trabajado durante muchos años en una notaría. «Aquello era insoportable». «Desde que trabajo aquí he conseguido una tranquilidad que había perdido». Yo, sin embargo, prefiero no quedarme mucho tiempo en el interior y regresar a mi estudio.

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