Encuentros
'El pájaro de Navidad', por Aloma Rodríguez
La abubilla apareció en su habitación el día de Nochebuena. Era el famoso Pajarito Pinzón, espía de sus majestades de Oriente

La abubilla apareció en su habitación el día de Nochebuena y Luisa, profesora de francés a punto de jubilarse –al acabar el curso– pensó que pobre abubilla, tendría que estar en zonas más cálidas, quizá se hubiera perdido del grupo. Todo eso le pasó por la cabeza a Luisa mientras observaba al pajarillo, tan curioso, con su cresta y qué sonoridad de nombre, pensó, cuando comprobó en internet de qué especie se trataba. Abubilla, mirad chicos, escribió en el chat familiar, una abubilla. La conversación pasó en seguida de la admiración al pájaro –¿Cómo ha entrado en tu habitación?, ¿no tendría que estar en el sur?, se habrá despistado– a cuestiones organizativas de las navidades: qué días se juntaban quiénes, qué comían y los regalos para los niños: no les compres nada, era lo que solía recibir como respuesta cuando preguntaba qué querían los niños.
Luisa no le quitaba ojo a la abubilla, hasta que recordó que había dejado el café al fuego y salió de su habitación, recorrió el pasillo, cruzó el salón y llegó a la cocina, donde el café había hervido, probablemente, un par de veces ya. Probó el café antes de tirarlo: estaba asqueroso y encima se escaldó el labio, ¡hostia!, dijo. ¿Qué pasa?, preguntó su madre desde el sofá, 95 años, sordera selectiva, pensó Luisa. Se temió una bronca por el juramento, su madre era muy religiosa. Había sido de las de misa diaria a las 8 y aunque su disciplina religiosa se había relajado un poco con los años, acudía puntualmente a la misa televisada los domingos; siempre iba con su libro de santos a todas partes y seguía recibiendo rosarios como regalo de sus hijos y nietos, que lo alternaban con dedales como recuerdo de allí a donde iban. Ahora que los nietos ya tenían hijos y que Luisa era abuela, los regalos para su madre ya no eran tan frecuentes. No le echó la bronca, de hecho, se le olvidó enseguida el taco de Luisa, como se le olvidaba casi todo, cosas de la edad, y se pasó el día preguntándole qué le había pasado en la boca, que la llevaba muy colorada: me he quemado, mamá, le decía cada vez Luisa. Y los demás: Se ha quemado, abuela; Ya sabes que entre todas las virtudes de tu hija, la paciencia no es una de ellas, explicaba el marido de Luisa, que había acudido a comer un poco tarde y había estado escondiendo los regalos en su armario, detrás de las camisas.
Después del quemazón, Luisa había vuelto a la habitación y la abubilla ya no estaba. Luisa les dijo a sus nietos que era el famoso Pajarito Pinzón, espía de sus majestades de Oriente, que seguramente habría venido a ver cómo se habían portado todos. Aún faltaban dos semanas para los Reyes, el árbol estaba puesto y sus nietos no pasaban la Nochebuena en casa de Luisa, se iban con su otra abuela. Ese era el pacto, y a Luisa le parecía bien, siempre y cuando todos sus hijos estuvieran con ella para despedir el año.
Al rito de las uvas habían ido incorporando alguno que otro: como su hijo había tenido una novia italiana, un año habían hecho lo de cenar lentejas; habían hecho lo de la cuenta atrás –un poco yanqui para el gusto de Luisa, pero una hace casi de todo por los hijos– porque su hijo pequeño estaba haciendo una tesis sobre cine y comedia romántica, había empezado con Stanley Cavell y su análisis de la comedia de enredo del Hollywood dorado y había llegado hasta Cuando Harry encontró a Sally. Un año se retrasaron tanto con la cena que primero se comieron las uvas y luego cenaron. Hubo otra vez en que se quedaron sin uvas y la amiga portuguesa de su hija que ese año cenaba con ellos le dijo que Portugal lo hacían con pasas, que sí encontraron a granel y en abundancia. Mientras preparaban la cena, sus nietos solían tocar al piano algunos villancicos, pero con las letras cambiadas: Santa Claus era un viejo despistado que traía los regalos del año pasado en su versión de Feliz Navidad, Los peces en el río se convertía en una carrera liderada por la Virgen María. Luisa pensaba que si su madre estuviera un poco mejor, quizá se ofendiera por la gamberrada, ahora decía que ella no conocía esa letra y luego se reía y aplaudía.
La abubilla pasó el invierno en casa de Luisa sin que nadie advirtiera su presencia. En primavera salió de su escondite y se posó en la misma esquina del armario en la que se había posado cuando Luisa la vio. Se miraron y Luisa la saludó con entusiasmo, el pájaro agachó la cabeza rápidamente y Luisa pensó que era un gesto hacia ella. Esta vez no le hablaría a nadie de ella, le susurró. El sol entraba por la ventana y Luisa imaginó los almendros en flor.