Opinión

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Las anchoas me vuelven loca. Lo digo sin ironía, sin juego, sin filtro. Me seducen más que ciertas conversaciones brillantes a medianoche. Con su textura densa, su brutalidad sincera, su sabor a mar sin maquillaje, me resultan infinitamente más placenteras que la mayoría de las experiencias gastronómicas. Las como con devoción, en silencio.

Las anchoas son un placer individual o para compartir solo con los íntimos de verdad: los que no te miran raro si te chupas los dedos, los que no huyen de ti aunque sepas a salazón durante el resto del día. Es un placer no apto para amantes nuevos ni para primeras citas. No entiendo la insistencia en algunas cartas como si unas anchoas fuese algo sin peligro, sin ritual. No. Las anchoas necesitan su liturgia. Son pringosas, te manchas de aceite, son resbaladizas, los labios quedan oleosos. No, no son para todo el mundo. No son para una comida de trabajo. Son primitivas. Te comes la Historia con ellas. Son intensas como el calor en agosto: sofocante, absoluto. Y sin embargo, comprar anchoas un sábado por la mañana, junto a la mejor mantequilla posible es el preludio del éxtasis. Me reconcilia conmigo misma. Me recuerda que hay placeres que no buscan aprobación, que no están pensados para gustar. Que hay cosas que solo se disfrutan cuando dejas de preocuparte por la estética y te rindes al instinto.

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