Opinión

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Los recientes enfrentamientos en Torre Pacheco han vuelto a poner sobre la mesa uno de los debates más delicados de nuestra sociedad: el vínculo entre inmigración y delincuencia. La brutal paliza a un anciano por parte de jovenes magrebíes ha reavivado en los últimos días discursos que señalan a la migración como el origen de todos los males sociales, y en particular de la inseguridad. Pero conviene detenerse y analizar los datos antes de rendirse a las simplificaciones. Según cifras del INE y el Ministerio del Interior, aunque la población extranjera en España se ha duplicado desde 2005, la tasa de criminalidad ha disminuido en el mismo periodo. En 2005 se cometían 50 delitos por cada mil habitantes; en 2023, la cifra había bajado a 43. Más inmigrantes, menos delitos. Sin embargo, el numero de condenas entre extranjeros es mayor de lo que les correspondería por su peso poblacional. ¿Por qué? La respuesta no es sencilla, pero está mucho más vinculada a la desigualdad económica que al origen. 

La criminalidad está más vinculada a la pobreza o la exclusión que al origen del delincuente. Y ahí está el quid de la cuestión

Un reciente informe de la revista científica Nature revela que los trabajadores migrantes en España ganan, de media, un 29% menos que los trabajadores locales. Esta brecha económica refleja, no solo menores salarios, sino también empleos más precarios, viviendas más hacinadas y oportunidades más escasas. La pobreza no es el único motor de la marginalidad y la delincuencia, pero sí es un factor clave. Este dato tampoco justifica el crimen, pero sí permite entender su origen. De hecho, no se trata de negar que haya delincuentes de origen migrante —como los hay nacionales—, sino de entender que el riesgo delictivo aumenta cuando se combinan exclusión social, falta de oportunidades y estigmatización.

Esto no significa que la migración no plantee desafíos. Lo hace. Tampoco que haya que ignorar el malestar creciente de muchos ciudadanos nacionales que sienten que sus barrios han cambiado muy deprisa, que los servicios públicos no alcanzan o que viven en una competencia silenciosa por recursos escasos. El error es convertir ese malestar legítimo en gasolina para discursos de odio. La solución no es ni la negación buenista ni el castigo populista, sino políticas responsables: integración real, control eficaz de flujos migratorios, inversión en barrios vulnerables, y aplicación de la ley sin prejuicios.

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