Opinión

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El excomisionado para la DANA cometió una falta: falsear parte de su currículum hace 43 años. Nadie discute que un cargo público debe ser transparente y honesto. Pero reconocer la falta no significa aceptar el espectáculo que vino después. Porque lo que presenciamos no fue un ejercicio de control democrático, sino un linchamiento colectivo amplificado por el verdadero poder en la sombra: el algoritmo. Las redes sociales no solo permiten que cualquiera opine. Han creado un ecosistema donde la indignación y el insulto son moneda de cambio. El algoritmo sabe que el enfado engancha más que la reflexión, que un insulto se comparte más rápido que un argumento, y que la humillación pública genera más clics que la verdad. En este escenario prospera un tipo de usuario muy particular: el justiciero anónimo. Amparado por un nombre falso y una foto de perfil robada o inexistente, dedica horas a insultar, humillar y destrozar reputaciones. No debate, no contrasta, no aporta. Porque para él no hay consecuencias: no tiene que mirar a los ojos de la persona que destroza, ni medir el daño que causa en familias, amigos y carreras. El caso del señor de la DANA terminó con un intento de suicidio. Y aunque su falta merezca reproche, la presión incesante, el acoso en redes y la destrucción de cualquier espacio para la defensa lo empujaron al límite. Aquí el problema no es pedir responsabilidades, sino confundir justicia con linchamiento, fiscalización con hostigamiento, transparencia con sadismo. El algoritmo no entiende de matices ni de humanidad. Premia la frase más agresiva, el insulto más certero, la ironía más hiriente. Y así, quien insulta se siente escuchado, recompensado y, peor aún, legitimado. El insulto deja de ser un desahogo para convertirse en la única forma de participación. Y cuando una sociedad se habitúa a comunicarse solo así, se embrutece. La intimidad y el principio de inocencia son los primeros cadáveres de esta guerra digital. No importa si el acusado es culpable o no: lo que importa es que su historia genere visitas. Si queremos una democracia sana, debemos entender que el insulto no es opinión y que la viralidad no es justicia. Porque la justicia sin garantías no es justicia: es barbarie con Wi-Fi.

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