Opinión

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La sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, merece una reflexión. Los hechos son conocidos: la Sala evaluó dos cuestiones —la filtración de correos del abogado de Alberto González Amador y la publicación de una nota informativa que desmentía un supuesto trato de favor— sin definir nítidamente cuál de ellas constituía la acusación. Esa inconcreción plantea la primera duda: si el acusado no tuvo bien delimitado el hecho por el que debía defenderse, cabe preguntarse si su derecho de defensa quedó suficientemente garantizado. La sentencia considera probada la existencia de un «delito de revelación de datos reservados» y alude al artículo 417.1 del Código Penal. Sin embargo, el tipo penal relativo a datos reservados se encuentra en el artículo 197.2. A una resolución de esta trascendencia le conviene una precisión absoluta, porque la exactitud en la calificación jurídica es parte esencial de la seguridad jurídica. Otro aspecto que suscita interrogantes es el relativo a la prueba. 

En la sentencia del Supremo, algunas cuestiones técnicas y probatorias dejan márgenes de duda que merecen ser despejados

La atribución de la filtración se apoya en la idea de que «tuvo que salir» de la Fiscalía General y que su autor habría sido «el acusado o una persona de su entorno». Este planteamiento no identifica un responsable concreto ni detalla el mecanismo de filtración. Si la imputación descansa en hipótesis amplias, conviene examinar si los indicios alcanzan la solidez y coherencia necesarias para sostener una condena, o si es oportuno completar diligencias que permitan descartar alternativas razonables. También es significativo el cambio de criterio respecto a la nota informativa de la Fiscalía. La sentencia sostiene que el deber de confidencialidad persiste incluso cuando los hechos ya son de dominio público, interpretación contraria a la jurisprudencia del mismo TS. Todo ello conduce a una reflexión más amplia: en un Estado de derecho, las decisiones judiciales deben generar confianza por su contenido, pero también por la claridad del proceso y la solidez de sus fundamentos. No se trata de desautorizar al TS, sino de reconocer que algunas cuestiones técnicas y probatorias dejan un margen de duda que merece ser despejado, pues las instituciones se legitiman cuando sus resoluciones son comprensibles, coherentes y plenamente justificadas.

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