Gracias a los avances de la inteligencia artificial, pensar se está convirtiendo en un servicio. No hablo de leer un libro, de estudiar o de debatir con alguien. Hablo de esa capacidad íntima de ordenar ideas, analizar un problema complejo, proponer alternativas, escribir un informe, construir una hipótesis o tener acceso al conocimiento en cualquier temática. Cada vez más, todo eso se empaqueta en una interfaz y se ofrece en capas: gratis, estándar, profesional, «ultra». Y con cada nueva capa, más profundidad… y más precio.
Lo llamamos productividad, eficiencia, democratización. Pero, si lo miramos sin eufemismos, estamos asistiendo a un fenómeno peculiar: la externalización del pensamiento complejo hacia sistemas que funcionan como «copilotos cognitivos». Ya no solo nos ayudan a redactar o resumir, sino a comparar fuentes, identificar patrones, proponer estrategias, incluso a sugerir decisiones. Y cuando esa capacidad se alquila por suscripción, la pregunta deja de ser tecnológica y se vuelve social: ¿quién podrá permitírselo? y cuando seamos totalmente dependientes ¿quién pondrá precio? Recordemos que este momento lo vivimos con la creación de internet y en aquel entonces, se consideró un bien global.
Durante años hemos sido partícipes de un experimento masivo. Hemos entregado nuestros datos a plataformas digitales sin pedir nada a cambio: hábitos, conversaciones, fotos, búsquedas, clics, horas de atención. Con ese material se han entrenado modelos que hoy generan textos, ideas, análisis y recomendaciones. El círculo tiene algo de irónico: primero alimentamos el sistema gratuitamente y ahora pagamos por sus resultados.
El dinero que mueve este cambio no es menor. Según el AI Index 2025 de Stanford, la inversión privada en IA alcanzó 252.000 millones de dólares en 2024, y 33.900 millones se destinaron específicamente a IA generativa.
No se invierte esa magnitud para ofrecer un «bien público» universal. Se invierte para consolidar mercados, crear dependencias, capturar clientes. Y el coste real que tiene, infraestructura, chips especializados, centros de datos, talento internacional, energía, empuja el modelo en una dirección clara: cuanto más razona la máquina, más exclusiva se vuelve.
Aquí aparece una brecha nueva, más incómoda que la digital: la brecha cognitiva. Ya no es solo «quién tiene internet» o «quién tiene un ordenador». Es quién puede acceder a una inteligencia aumentada que acelera la capacidad de aprender, producir, decidir e innovar. En ciertos sectores, la distancia empieza a notarse: programación, consultoría, investigación, comunicación, gestión pública. El texto de referencia citaba un dato revelador: en Estados Unidos, cerca del 30% del código en Python ya se escribe con ayuda de IA; en China, alrededor del 12%. Es decir, quien tiene mejores herramientas, avanza antes. Quien no, compite con menos velocidad y menos alcance.
Y lo inquietante es que esta desigualdad no se corrige fácilmente. No es como repartir dispositivos o mejorar una red. La desigualdad cognitiva se multiplica con el tiempo: el que produce más, aprende más rápido; el que aprende más rápido, obtiene mejores oportunidades; el que obtiene mejores oportunidades, accede a mejores herramientas. Una espiral.
En una provincia como Tarragona, con pymes, tejido industrial, turismo, agricultura, logística, universidades y administración local, la pregunta es urgente: ¿vamos a aceptar que la competitividad dependa de pagar “niveles” de pensamiento asistido? Si la innovación se vuelve un “plan premium”, ¿qué ocurre con las empresas pequeñas, con los estudiantes, con los equipos municipales, con los autónomos? ¿Quién se queda fuera cuando el salto de productividad no lo marca el talento, sino la suscripción?
La paradoja es que hablamos de futuro mientras construimos una dependencia muy clásica: pagar por capacidad. Capacidad de análisis, de síntesis, de creación. Capacidad de decidir con más información y más rapidez. Una privatización progresiva, no del dato ni del contenido, sino del razonamiento operativo.
Por eso la pregunta final no es filosófica. Es económica y política, y nos interpela como sociedad: si pensar, pensar bien, pensar a fondo, se convierte en un producto, ¿qué precio estaremos dispuestos a aceptar… y para quién?
Es la factura de la inteligencia.