En la sociedad del rendimiento acelerado, donde todo debe ser inmediato y productivo, hemos perdido la capacidad de detenernos. La atención fragmentada, devorada por pantallas y notificaciones, nos impide acceder a la profundidad de las cosas. Solo en una contemplación prolongada, las cosas descubren su belleza. No se trata de mirar más tiempo, sino de habitar el tiempo de otro modo: un tiempo sin propósito, sin utilidad, un tiempo que no sirve para nada y que, precisamente por eso, permite que lo bello se revele. La belleza no se ofrece al ojo apresurado. Exige una mirada que se demore, que renuncie a la posesión y al consumo. En la contemplación prolongada, el sujeto se retira y deja que la cosa sea. Entonces surge una resonancia silenciosa, una fragancia que no se percibe en la carrera por la experiencia. La belleza no es un objeto que se captura; es un acontecimiento que ocurre cuando el yo se calla y el mundo, por fin, puede hablar. Sin ese tiempo lento es imposible oler una flor, un limón, un perfume en la piel. Sin ese tiempo lento es imposible escuchar a Chopin o a Bach, sin ese tiempo lento no se puede mirar «El jardín de las delicias» de Hyeronimus Bosco. Y si no se puede oler una flor, un limón, un perfume en la piel, escuchar a Bach y Chopin o mirar un cuadro del Bosco, habremos perdido el tiempo.