Opinión

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Hay excepciones, pero la máxima de que «la historia la escriben los vencedores» es una verdad como un templo. Lo sabe bien el norteamericano Donald Trump, que últimamente está aprovechando para escribir –o reescribir– la historia. Literalmente.

Al magnate, amigo del brilli-brilli, la egolatría y la guerra sucia política, se le ha ocurrido crear un hall of fame de presidentes estadounidenses en el pasillo de la Casa Blanca que conduce al Despacho Oval. El particular paseo de la fama de Trump, en el que él sale por partida doble –una por cada legislatura–, cuenta con retratos en blanco y negro de los mandatarios, encuadrados en sendos marcos de filigrana dorada, y con una placa explicativa.

En este espacio, Trump y sus asesores han dado rienda suelta a su imaginación, creatividad y mala baba para atacar a los precedesores contrarios al presidente. Así, la placa de Barack H. Obama –del que se remarca intencionadamente su middle name, Hussein– define al primer presidente afroamericano de Estados Unidos como «una de las figuras políticas más divisivas de la historia americana», y critica que la llamada Obamacare –una de sus medidas estrella– era «altamente ineficaz».

Peor parte se lleva Joe Biden, bautizado como sleepy Joe (dormilón), al que Trump castiga sin retrato: en su lugar, la imagen de un bolígrafo, un papel y la firma de Biden, en alusión al mantra trumpiano de que firmaba leyes sin leerlas. Del expresidente demócrata la placa dice que fue, «de lejos, el peor presidente de la historia de Estados Unidos», que fue «deshonesto» y que «estaba dominado por sus asesores de la izquierda radical».

Hay espacio para la alabanza: sale bien parado Lincoln –«difícil de igualar»– y Reagan –era «fan» de Trump, dice la placa–. La Secretaria de Prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, ha confirmado que Trump ha escrito personalmente varias de las descripciones. Vaya sorpresa.

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