Un Estado casi existente: la República de Abjasia (1)

Stalin era un imperialista que tenía la misma concepción del Estado que los propios zares

19 mayo 2017 19:32 | Actualizado a 21 mayo 2017 20:40
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En lo alto de un monte en Ereván se encontraba una inmensa estatua dedicada a Josef Stalin. El camarada supremo no era armenio. Había nacido en Gori en la actual República de Georgia, en la Transcaucasia rusa.

La estatua de Stalin fue sustituida en los años sesenta de la anterior centuria por otra dedicada a la Madre Armenia. Debajo, en las profundidades del edificio, como si se tratara de una caverna o tumba funeraria, hay un museo militar dedicado a dos hechos trascendentales para la historia del país: la lucha contra los nazis en la segunda guerra mundial y la guerra por la independencia de Nagorno-Karabaj. La penumbra del museo aumenta la sensación de encontrarnos en el Hades y de estar penetrando en los horrores del Holocausto final.

Los personajes de este museo, convertidos en héroes desconocidos para nosotros, están en todas partes. Un Estado como Armenia que ha luchado durante siglos por existir y sobrevivir necesita de esos héroes más que cualquier otro. Monte Melkonian, integrante de un grupo armado promotor de diversos atentados en Europa (El Ejército Secreto para la Liberación de Armenia), que pasó varios años encarcelado en Francia, es uno de ellos. En el año 1993 murió luchando contra los azeríes en Nagorno- Karabaj en defensa de su ideal.

Melkonian era un nacionalista en estado puro, un nacionalista que vivía para una idea (la salvación de la nación). Sin embargo, Melkonian era un americano nacido en California, graduado por la Universidad de Berkeley en Arqueología y Historia de Asía, que un día decidió luchar por el mundo que le habían contado de pequeño sus padres armenios. En cierto modo era un soñador, un soñador con armas que matan, no lo olvidemos. Su vida nos recuerda a muchos islamistas actuales que nos obligan a preguntarnos las causas de su negación a nuestra cultura y a nuestro modo de vida, que es por otra parte en la que ellos mismos se han criado.

Stalin también a su manera era un soñador. Pero Stalin no era un nacionalista sino un imperialista que tenía la misma concepción del Estado que los propios zares, concepción que el Presidente Putin no hace más que continuar en nuestros días. Un amigo ilustrado mantiene que el comunismo triunfó en Rusia porque sólo el pueblo ruso tenía una enorme fe en los zares y en la religión ortodoxa. Stalin únicamente se aprovechó de esas fuerzas en un verdadero proceso de sustitución, hasta el punto que Comunismo y Religión vinieron a ser poderes equivalentes e intercambiables.

En Gori (que no hay que confundir con Goris, el último pueblo de Armenia antes de entrar en Nagorno-Karabaj) también hay un museo dedicado a su hijo predilecto que está pidiendo a voces que lo cierren, especialmente ahora que la República de Georgia se ha salido de la órbita rusa y empieza a situarse en la nuestra.

En el exterior del museo puede verse dentro de un edificio con columnas, como si fuera un templo, la casita en que vivió Stalin cuando era un niño, en la que todo resulta pequeño y reducido como si fuera de juguete. También en el exterior está el vagón del tren en que solía viajar el líder, que parece más imaginario y onírico que real. Nada tiene de extraño que la mayoría de los visitantes sean niños acompañados de sus maestros venidos de las Osetias rusas en un ejercicio práctico de historia patria. En el interior, también en la penumbra como en el museo de Ereván, se encuentra la máscara de Stalin y el retrato de su madre vestida de negro desde el sombrero hasta los zapatos que parece simbolizar la negrura del GULAG y que nos recuerda las pinturas negras de Goya.

De la casita de Stalin e incluso de su vagón puedes salir pero del GULAG era imposible. Algo parecido ocurre en los Estados inexistentes: tienen algo de pequeño y reducido, de infantil incluso, y al mismo tiempo de perverso y de traidor. Te dejan entrar con cortesía (te invitan, diríamos) para luego someterte a sus leyes y a sus disposiciones, quizás para demostrar que no sólo existen sino que mandan. En el fondo, hasta la propia Unión Soviética no fue más que un inmenso Estado inexistente creado por la mente de hombres como Stalin, que a su muerte no hizo más que descomponerse en múltiples partes diferentes, proceso cuyas secuelas todavía vivimos.

Los “héroes” de los Estados inexistentes son para la gran mayoría de la comunidad simple y llanamente unos terroristas que tienen las manos manchadas de sangre. Estos “héroes” tienen, no obstante, la aureola del martirio y de la entrega a una causa que ellos consideran justa. Monte Melkonian es uno de ellos, Stalin también lo es. Decimos que Stalin no era un nacionalista pero partiendo de una idea contraria llegó a un resultado similar al que conducen los nacionalismos extremos y con su conducta los acabó potenciando. Negó la identidad de los pueblos, deportándolos de un lugar a otro para que perdieran su propia conciencia, o en última instancia simplemente eliminando a sus integrantes. Es lo que ha sucedido con los azeríes en Nagorno-Karabaj, con los georgianos en Abjasia, y antes con los armenios en diversas partes del Imperio Otomano.

Ustedes pensarán que poco tienen que ver estos comentarios con nosotros. No obstante, Iberia es el nombre con que se conocía Abjasia en los tiempos pasados. Casi el mismo que nuestra Península Ibérica.

Un amigo ilustrado me asegura que parte de la familia materna de Stalin no era georgiana sino abjasia, pero de eso hablaremos más adelante.

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