Cocinar en Navidad
Acepto la crítica de que las comidas de Navidad se nos han ido de las manos. Quien más, quien menos, buscamos con desespero manjares extraordinarios, como si lo que comemos a diario no lo fuera. Hay que cumplir no solo con las tradiciones, sino que además las cantidades deben desbordar para que tengamos una auténtica sensación de celebración.
A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, me considero muy afortunada porque, en esas fechas, soy quien cocina para los míos. Y lo disfruto desde el momento en que lo planifico, con semanas de antelación. También cuando charlo con mis proveedores de confianza, auténticos cómplices de mi misión: la charcutería de toda la vida, que me llama si percibe que me demoro en el encargo; mi pescadero de barrio, que sufre por encontrar las cosas poco habituales que le pido; y la verdulería que, aunque no luzca igual, es donde en realidad me proveo de los ingredientes para conseguir los sabores (hasta la cebolla hay que escogerla con mimo).
Y cuando llega el gran día, preparo bien el escenario. Saco las cazuelas enormes, escojo ropa cómoda y pongo música de los 80 a todo volumen. Mi momento favorito es cuando suena el timbre y empiezan a llegar: la casa se llena de ruido de voces que, para mí, son el más bonito de los villancicos.
Solo una cosa empaña que disfrute plenamente de esa jornada única que se repite puntualmente cada año en la misma fecha: cómo echo de menos a quienes ya se fueron. Especialmente a las mujeres de la familia que, antes que yo, hacían exactamente lo mismo y de quienes aprendí que cocinar es una forma de cuidar. Mi abuela, mi madre, consiguieron hacer de una obligación no escogida un ritual imprescindible, sin el cual todos nos hubiéramos sentido muy perdidos. Ellas, como tantas otras mujeres de su época, desde sus cocinas construyeron pilares sólidos que las generaciones posteriores tenemos la obligación de conservar.
Así que, para superar mi melancolía, convierto mi tarea en Nochebuena y Navidad en un homenaje: yo no sería quien soy si ellas no hubieran sido quienes fueron. Cuánto aprendí entre fogones; no solo a cocinar, también sobre la vida, el compromiso, la dedicación y la renuncia. Y, cómo no, sobre la enfermedad y la muerte.
Todos quisiéramos que los abuelos, los padres, estuvieran siempre en Navidad. Quizá ellos ya no estén, pero su legado permanece. Si tenemos tradiciones es porque las aprendimos, y no deben de ser tan malas cuando ponemos tanto empeño en repetirlas.