En su afán por desbancar a Pedro Sánchez, el Partido Popular ha desparramado la sospecha de que el escrutinio de las pasadas elecciones generales podría estar amañado. El PP ganó esos comicios, pero fue incapaz de componer una mayoría parlamentaria que respaldara un gobierno de su color. Es una situación frecuente en tantos países democráticos que la derecha española no ha querido aceptar. Primero hizo circular, con el apoyo de la poderosa artillería mediática que le respalda, la mentira de que se trataba de un “gobierno ilegítimo”. Este lunes han ido aún más allá, al sumarse Alberto Núñez Feijóo y Mariano Rajoy a la tesis conspiranoica de José María Aznar, quien trató de desacreditar el resultado de las elecciones del 23-J con una insinuación torticera y de mala fe. “Si uno es capaz de adulterar unas elecciones internas en su partido ¿por qué no va a alterar unas generales?”, dijo el expresidente en una entrevista ofrecida —cómo no — al diario El Mundo. El argumento de Aznar retuerce un audio recogido por la UCO en su informe sobre el caso Koldo, en el que se escucha a Santos Cerdán y Koldo García hablar de meter “dos papeletas” en las urnas de las primarias del PSOE en 2014.
Es una acusación gravísima, sin pruebas ni indicios, que solo desacredita a quien la profiere y a quienes la respaldan. Sin embargo, también retrata el pésimo momento que vive la política española, después de las trifulcas parlamentarias de la pasada semana, en las que el mismo Pedro Sánchez se dedicó al y tú más para defenderse de las acusaciones derivadas del escándalo Ábalos-Cerdán.
Así no puede ser. Los ciudadanos merecen una política y unos políticos que estén a la altura de los problemas que les aquejan. Mientras unos y otros dan gas a la llamada “máquina del fango”, nadie le pone el cascabel al gato de la crisis de la vivienda, de la demediada política migratoria, del caos ferroviario o del frágil suministro energético. En este último punto —por detenernos en un problema objetivo y objetivable— los ciudadanos asisten con asombro a la pelea navajera entre la empresa pública Redeia y las eléctricas, mientras el país aún ignora qué ocasionó el brutal apagón del 28 de abril y de quién fue la responsabilidad. Como en casi todo, tenemos que resignarnos a una guerra de relatos donde todos se arrojan los trastos a la cabeza.
No hay derecho. Es insoportable. La confianza de los ciudadanos en el sistema no mejorará con una nueva conspiranoia. Tampoco se restaurará devolviendo las mismas acusaciones más afiladas, más venenosas. Es hora de detener esta espiral de barro y ruido. La política española necesita con urgencia un cambio profundo de actitud, de tono y de prioridades. No se trata solo de bajar el volumen del enfrentamiento, sino de recuperar el sentido de la responsabilidad institucional y de la rendición de cuentas. La democracia no se sostiene sobre la sospecha sistemática, ni sobre la crispación permanente, sino sobre la confianza, el respeto a las reglas del juego y el compromiso con el bien común. Esa regeneración significa volver a hablar de los problemas reales—la vivienda, el empleo, el clima, la seguridad, el respeto a la diversidad...— con soluciones, no con excusas. Significa elevar el nivel del debate, limpiar las cloacas del partidismo y, sobre todo, dejar de tratar a la ciudadanía como si fuera un público ciego.
La regeneración no vendrá sola: tienen que encarnarla quienes hoy tienen responsabilidades. Y si no están a la altura, que dejen paso a otros. Este país no puede permitirse ni un día más de cinismo, ni una semana más de teatro.