Opinión

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Equívocas y desconcertantes son las declaraciones del presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, respecto a la situación política: «Cuestión de confianza, moción de censura o dar la palabra a los ciudadanos». Desde luego, Argüello tiene derecho a sostener esa valoración y deducir esa conclusión, como cualquier ciudadano. El equívoco y el desconcierto provienen de su posición institucional, que puede dar a entender que toda la jerarquía católica las comparte o, peor aún, que los católicos piensan de ese modo o deben alinearse con esas posiciones. No es así, desde luego. La confusión se ha acrecentado con la desmesurada reacción del presidente del Gobierno y su ministro de Justicia, que dan por buena esa asociación equívoca (y falsa) entre la posición del presidente de los obispos y el resto de fieles de la Iglesia, como si estos no supieran distinguir entre la opinión de Argüello y el contenido de la fe y la doctrina. La parte positiva de este tira y afloja es la petición de Bolaños a Argüello de que cuide su parte en la preservación de la doble neutralidad: la de los poderes públicos hacia la libertad religiosa y la de cada confesión sobre los titulares del poder político. Tampoco le falta razón a Argüello cuando llama a reflexionar sobre una educación que lleva a no pocos jóvenes a ignorar como referencia la democracia liberal. El Estado y la Iglesia pertenecen a órdenes institucionales diferentes y no ejercen su autoridad en el mismo plano. Esa separación, sin embargo, no implica una desconexión absoluta entre el ámbito civil y el religioso. La libertad religiosa forma parte de los derechos civiles y, a su vez, las convicciones religiosas influyen en la conducta de muchos ciudadanos, que están igualmente obligados a respetar las leyes comunes. Desde esta premisa, es deber del Estado garantizar la libertad de creer o no creer, al tiempo que exige el cumplimiento de las leyes sin excepción. También sería perjudicial una laicidad rígida que lleve a la indiferencia mutua: una Iglesia ajena a los asuntos temporales no cumpliría bien su misión; un Estado que ignorara a la Iglesia y a los creyentes faltaría a su responsabilidad. Nos conviene que Iglesia y Gobierno reconstruyan vínculos deteriorados y fomenten relaciones basadas en el respeto, el diálogo y la cooperación.

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