En un contexto en el que la mentira política se normaliza y la propiedad de los medios se concentra en manos de grandes fortunas, la pregunta ya no es quién informa, sino al servicio de qué intereses se informa. Resulta difícil no percibir un profundo desequilibrio cuando se comparan dos realidades aparentemente opuestas. Por un lado, líderes políticos como Donald Trump han construido carreras enteras sobre la reiteración de falsedades —desde fraudes electorales inexistentes hasta conspiraciones internacionales sin pruebas— sin afrontar consecuencias proporcionales. La lentitud judicial, la instrumentalización de los tribunales y la polarización extrema han convertido la mentira en una herramienta política rentable. Por otro lado, los medios tradicionales, cuando cometen errores graves (como es el caso de la BBC), se enfrentan a sanciones económicas, judiciales y reputacionales inmediatas. Y es justo que así sea: el periodismo no puede permitirse la difamación ni la negligencia.
La multa a la BBC o la venta de ‘La Stampa’
y ‘La Repubblica’ a un millonario griego pone de manifiesto la fragilidad de la democracia
La libertad de información no es una licencia para dañar. Pero lo inquietante es la asimetría: se exige un estándar ético altísimo al periodismo mientras se tolera la falsedad sistemática del poder político. A esta fragilidad se suma otro fenómeno igualmente preocupante: la reconfiguración del mapa mediático europeo. La posible venta de La Stampa y La Repubblica por la familia Agnelli a un millonario extranjero, o la entrada de grandes fortunas en cabeceras históricas como Le Monde, no son simples operaciones empresariales. Son síntomas de un proceso de concentración y financiarización de la información que amenaza el pluralismo. No se trata de la nacionalidad de los nuevos propietarios, sino de la falta de garantías reales sobre la independencia editorial. Cuando la información depende de intereses económicos opacos, el periodismo corre el riesgo de dejar de fiscalizar al poder para convertirse en una pieza más del engranaje. Sin medios fuertes, independientes y éticamente responsables, la democracia se debilita. Pero sin límites claros y efectivos para la mentira política, el periodismo queda indefenso. Porque los medios tradicionales son la primera línea de defensa de la democracia.