Opinión

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Ya está aquí el mes más odiado del año que lo único bueno que tiene es que sabemos que se termina el día 31. Lo empiezo a tientas, esperando despertarme en septiembre. Se me mueren en agosto la gente que más quiero, se paraliza la vida, se cae en el sopor, no hay dónde meterse. Algo bueno debe tener el mes, me preguntan las almas cándidas y buenagente que me rodean. Yo arrugo toda mi frente e intento perpetrar una respuesta: bueno, la cerveza fría y bien tirada, en agosto, es lo mejor del mundo. Hay quien dice que la cerveza engorda. Pero lo que realmente engorda es el peso invisible que se instala en los hombros y en las conversaciones. Engorda la resignación que uno se traga cuando no dice lo que piensa, los silencios incómodos que rellenamos con tragos largos, las frases que ya no decimos porque sabemos exactamente lo que el otro va a responder. En cambio, la cerveza fría no pesa. No exige. No alardea de méritos ni espera aplausos. La cerveza es modesta. Se ofrece como un descanso, no como una meta. Es una tregua. Un pequeño premio sin ceremonia. Beber una cerveza no es celebrar nada grandioso. Es, en todo caso, la manera más honesta de soportar lo pequeño: una jornada interminable, un domingo sin plan, una conversación incómoda con uno mismo, un mes de agosto caluroso y mordaz que espero pase pronto. Solo me quedan 30 días.

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