Tal vez esta sea la semana en la que todos nos volvemos un poco locos: comprar, comer, brindar, mandar mensajes, vídeos ridículos, felicitar la Navidad casi por inercia. Yo la observo desde cierta distancia. La Navidad es esa época que te martillea el cosquilleo de la tristeza. Haces lo que puedes, le pones una sonrisa, pero cuesta.
Y, sin embargo, por dentro pasa algo distinto. Hay una calma. No sé si es porque voy a ponerle distancia al día a día, porque me espera la ciudad más maravillosa del mundo (vamos, una de ellas, que tampoco se trata de un concurso de belleza gestionado por Donald Trump), o simplemente el lugar en el que estoy ahora mismo conmigo. Después de un año intenso, con jornadas maratonianas, con tensiones, con alegrías y con mucho, mucho, mucho trabajo, esta Navidad que llega casi se me presenta como un refugio. Un sofá blandito con una manta de lana merino, un té y una chimenea.
Siento gratitud. Y una paz extraña. Como si la vida, después de sacudirme fuerte, me hubiera dejado sentarme un momento a respirar. Quizá la Navidad sea solo eso: seguir aquí, recordar a los de allá y cuidar a los que tenemos cerca. Este año, por primera vez, no lo siento como un decorado, sino como algo verdadero.