Opinión

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Estamos asistiendo al fin de una era. Los cambios históricos no se dan nunca de la noche a la mañana. Los historiadores, cuando los explican, acaban encontrando un hecho o un año a partir del cual se establece el antes y el después. Los que vivieron esos momentos sabían que algo relevante estaba pasando, pero no tenían todavía la necesaria perspectiva histórica. La era que nos ha tocado vivir fue la que siguió a la Guerra Fría, cuyo final –y, por ende, inicio de la actual– fue 1989 cuando cayó el muro de Berlín, se desintegró después la Unión Soviética y el mundo se organizó en lo que se conoce como orden internacional liberal basado en reglas.

El historiador y vicepresidente ejecutivo del Instituto Berggruen, Nils Gilman, resumió este año en un artículo publicado en la revista Foreign Policy los «pilares normativos» sobre los que cristalizó esta nueva era en los años noventa del siglo pasado: las fronteras internacionales no debían redibujarse por la fuerza; el principio de soberanía nacional es inviolable, salvo en casos de violaciones contra los derechos humanos; la integración económica y financiera global a favor del libre comercio; y las disputas entre Estados debían zanjarse mediante negociaciones en instituciones multilaterales. Esos principios, cuestionados timoratamente desde el principio por países como Rusia o China, hoy están plenamente en riesgo, no sólo por el poder que estos dos países tienen hoy en la esfera global, sino por el mismo Estados Unidos que, hasta ahora, con su posición hegemónica, se había erigido en garante de ese orden liberal.

Las transiciones de eras, como decía, son lentas pero claras, y estamos ante una de ellas

Las transiciones de eras, como decía, son lentas pero claras, y estamos ante una de ellas. Sabemos lo que se está perdiendo, pero no hacia donde vamos (aunque el contexto no augura nada bueno).

Decía Samuel Huntington en su ensayo sobre el Choque de Civilizaciones (1993) que los estados-nación dejarían de ser actores relevantes decisivos para ser las «civilizaciones» las que interactuarían –y se enfrentarían– con el devenir de los años. Gilman explica que Huntington definió un mundo «moldeado, en gran medida, por las interacciones entre siete u ocho grandes civilizaciones: la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslavo-ortodoxa, la latinoamericana y, quizá también, la africana»; y que los conflictos «estallarían precisamente en esas líneas de falla culturales que separan unas civilizaciones de otras». Lo vemos hoy de manera evidente en las batallas de Estados Unidos (occidental) con China (confuciana) y Rusia (eslavo-ortodoxa); y también de Israel (occidental) con Palestina y el mundo islámico. No son solo conflictos culturales. Son choques que cuestionan las normas y en los que se impone (o lo intenta) el más fuerte.

Comprender al otro

Acabo de regresar del Foro de Doha, un espacio de encuentro que se celebra anualmente desde 2003 en la capital de Catar para promover el diálogo, reunir a líderes políticos y debatir los desafíos críticos que enfrenta el mundo. No es la primera vez que participo, pero en las cinco ocasiones que he asistido siempre me he sorprendo descubriendo voces y perspectivas diferentes a la narrativa occidental y que explican los mismos hechos. Desde el conflicto árabe-israelí, el pulso de Irán con Occidente, el rol que reivindica el mundo árabe, los motivos de Rusia para confrontar a Europa y Estados Unidos, o cómo ve China al mundo.

La escucha activa nos abre la mente
y nos predispone
a evitar el conflicto, 
el ‘choque’

Sigo teniendo la convicción de que la democracia liberal y los principios que la inspiran son –cómo decía Winston Churchill– «la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás que han sido probadas de vez en cuando», pero escuchar los argumentos del otro –sean voces de China, Rusia o Irán, por citar algunas– ayuda a comprender sus motivos, aunque puedo no estar de acuerdo, y a apelar a la humildad que tanto necesitamos en nuestra visión Occidental desde la que no siempre hemos hecho las cosas bien. La escucha activa nos abre la mente y nos predispone a evitar el conflicto, el «choque», para apostar por la convivencia. Y eso nos lo muestran espacios como el Foro de Doha, que hoy se hacen más necesarios que nunca para evitar que le tengamos que dar la razón a Huntington, por el bien de todos.

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