Al hilo de mi último artículo, y viendo ayer las imágenes de los impresionantes castells que las colles de Tarragona levantaron por Sant Magí, me ratifico en que viajar y experimentar las cosas en primera persona no tiene parangón. Estar piel con piel en la plaça, saltar y gritar a ritmo de la multitud con cada descarregada exitosa, sentir en directo la tensión del momento, ver alzarse los cuerpos de los castellers, uno sobre otro, hasta alturas increíbles... No puede compararse con verlo por televisión.
Pasa igual con el viajar. Ni el mejor escritor, ni el mejor cineasta, ni el mejor fotógrafo pueden competir con la sensación de ser una hormiga ante la escala inhumana de las pirámides y los templos egipcios. Solo se goza realmente de Goya, Monet o Van Gogh si casi podrías tocar sus pinceladas y sus obras te abstraen de los flashes de los turistas y los gritos de los guardias. Solo se puede captar la magnitud del Sinaí con sudor en la piel, tensión en las piernas y aire puro en los pulmones. Solo se conoce Jerusalén atisbando la Cúpula de la Roca entre las callejuelas, cruzando el shuk perfumado de especias y café, y escuchando la algarabía de voces hebreas, árabes y latinas. Solo se vive Cuba a bordo de un Chevrolet desvencijado o bebiendo canchánchara ante un cañaveral. Solo se conoce Sudáfrica si se duerme entre los bocinazos de Durban y la quietud, los cacareos y los barritos de la sabana.
Nada de eso se vive por televisión. Aunque ser solo espectador, sí te salva de sufrir el calor.