Los veranos en Moriles pasaban entre matar moscas a manotazos, pelotazos en la puerta de Tomás y besos robados, traviesos e inexpertos, que siempre fueron los mejores.
Entre este pueblo cordobés y el triángulo que forma con las Navas y Lucena, pasé los veranos de mi infancia. Noches de fútbol con pelotas descosidas, escondite y carreras hasta las tantas mientras los mayores se sentaban en la calle a «aprovechar la hora fresquita del día» (Córdoba, fresco y verano en una misma frase es un ejercicio de surrealismo como pocos).
Puertas abiertas, cotilleos, sillas de mimbre y niños corriendo: una postal difícil de superar. Un momento que esperaba con pasión y que solía arrancar pasado San Juan, en un tren Tarragona – Puente Genil. Once horas de trayecto, de partidas de cartas, de tuppers con lomo y tortilla de patatas, de ronquidos conocidos y extraños, de risas y gritos (es pasar por Albacete y recordar al señor que subía en la estación manchega pregonando las «navajas y estiletes de Albacete»).
La estancia duraba dos meses y allí me esperaba la pandilla: Juanjo, Carlos, David, Araceli… y Rocío. Nunca un nombre estuvo tan bien puesto. Brisa de aire fresco a cuarenta grados, rubita de ojos claros, dulce y dicharachera. Motivo de peleas entre los chicos de la pandilla, causa de guerra civil con los niños de otros barrios.
Yo allí era el catalán, el bajito, delgaducho y travieso. El que más corría, el sobrino de Pepa y Carlos, el niño ese que pedía migas en plena ola de calor, el que quería ligarse a Rocío y lo hacía soltándole frases en catalán (siempre creí en la acentuación de la diferencia), invitándola a helados y alabando, cuando no exagerando, las excelencias de Tarragona. Intentando provocar que el origen de mis fantasías dijera «vale», que la esperase en la puerta de su casa mientras ella hacía las maletas y que con once años nos íbamos a recorrer mundo, vivir aventuras y comernos a besos: Torpes y secos. Besos a escondidas, con sabor a pipas y regaliz.
Que su padre fuese cazador, que en casa tuviera alguna que otra escopeta y que me mirase de reojo cuando desde el portal gritábamos a Rocío que bajara, no era algo que me preocupase. Debía ser la inconciencia de la edad y que Rocío bien merecía el riesgo. Un perdigonazo no iba a hacer que me achantara. Además era bueno jugando al dominó y por ahí me lo podía camelar. Tan absorto estaba con Manolo y su escopeta que no me di cuenta de como Rocío miraba a un chaval de quince años y motocicleta (eso era imbatible) del pueblo vecino. Cuando quise reaccionar, básicamente montar una pelea, ya había perdido. En la Feria toda la pandilla vio como la nueva pareja se subía a los autos de choque y como mientras él conducía, ella le agarraba fuerte. Tan fuerte le agarró que unos años después tuvieron un niño.
Ya no voy tanto al pueblo, no pido migas en pleno mes de agosto y la pandilla ya no se reúne a correr cuesta abajo. Muchos de los mayores que se sentaban en las puertas de las casas ya no están. Los terroristas (como nos llamaban algunos vecinos a los de la panda) nos hemos perdido la pista. Hace años que no veo a Rocío, pero aún cuando paso por delante de su casa se me escapa una mirada de reojo al patio. Aún oigo los gritos de cuatro niños, con las rodillas peladas, que suplican por esa niña que les volvía locos. Se oyen los pelotazos, las carreras, los mayores avisando que la comida está en la mesa o directamente que la cama nos espera y no entiende de «un minuto más».