Hay artículos que uno nunca querría escribir. Este es uno de ellos. No porque sea un tema menor, sino justamente porque toca algo muy profundo: mi vida, mi irreverencia y, en buena medida, mi cosmovisión. Es quizás precisamente por eso que, si bien nunca hubiera querido escribirlo, este artículo para mí es necesario.
Como sociólogo más bien vinculado a la vida política local, no escribo sobre músicos ni sobre música. Pero Robe representa un fenómeno que trasciende la música: la transformación de lo periférico en cultura legitimada sin perder autenticidad. Su carrera comienza en los márgenes. Lumpen, ladillero, antisistema. Un tipo que incomodaba, que hablaba de lo que otros no querían oír. Su marginalidad no era solo geográfica, sino social, cultural y simbólica. Era el “afuera” que molestaba al “adentro”.
Y, sin embargo, ese afuera se convirtió en referente. Hoy, Robe es venerado. Incluso por quienes, en su momento, lo habrían expulsado de la vida pública. El presidente le escribe, todo el arco parlamentario lo celebra. Lo que antes se percibía como ruido contestatario, hoy se reconoce como patrimonio cultural. De enfant terrible a hijo predilecto. Y lo más fascinante: no se ha convertido en mainstream; conserva su aura de diferencia, de genuinidad, de verdad. La periferia ha sido elevada, pero no domesticada.
Este tránsito muestra algo atrayente desde la mirada sociológica: cuando el poder no puede derribar algo, lo hace suyo. En parte porque no le queda otra, en parte porque desea reflejarse en ese estilo indómito que desafía la norma. Lo que Robe logró no es solo legitimación cultural. Es la apropiación de lo que era irreductible, transformado en símbolo colectivo sin perder autenticidad.
Robe evolucionó. Su música se hizo más pulida, más melódica, un punto menos transgresora en apariencia, pero nunca menos irreverente. No se vendió, sino que siguió siendo un alma libre, un verso suelto que rehúye el anclaje en lo que fue. Construyó las canciones que le pedía el cuerpo, no lo que otros esperaban de él, llevando su espíritu indómito siempre fuera del camino recto, recordándonos que la libertad creativa es también una forma de resistencia. Para seguir siendo, la clave era no hacer siempre lo mismo.
La muerte de Robe marca un final, pero no cierra la historia. Su legado vive en quienes crecimos con sus canciones, quienes aprendimos a cuestionar, a resistir, a ser fieles a nosotros mismos. Nos deja una lección sociológica y personal: la autenticidad tiene un valor incalculable, incluso cuando la sociedad tarda en reconocerlo.
Robe fue y será más que un músico: fue un laboratorio de identidad periférica que se convirtió en símbolo cultural. Fue y seguirá siendo, para mí y para muchos, la voz de la conciencia que nos invita a salir del camino a caminar y a elegir la ruta que nos dicta el corazón, incluso cuando todo parece estar dictado.