La Punta del Cavall de Salou, un punto de llegada y de encuentro

Mirador a la belleza y a la historia. Un rincón privilegiado de luz y tranquilidad con una bahía que vio salir a Jaume I a la conquista de Mallorca

13 agosto 2020 08:10 | Actualizado a 13 agosto 2020 08:58
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Llegué a Tarragona en 1977, así que son ya 43 años los que llevo viviendo en esta provincia, de ellos 40 en Salou. Para un tipo de montaña como yo, pues nací en el prepirineo zaragozano, fue todo un descubrimiento. El mar, el clima, el paisaje, la gente, el idioma, la luz…, me pareció una tierra distinta, algo que formaba parte de otro mundo completamente desconocido para mí hasta ese momento.

Horizontes amplios, cielos despejados, atardeceres dorados, pinedas que parecen querer verse reflejadas en las cristalinas aguas del cabo y ese sol poderoso que parece estar suspendido sobre la bahía que forma resaltando la línea de costa hasta que una ligera bruma la desdibuja más allá de Cambrils, casi ya en el delta del Ebro. Todo eso y otras muchas cosas es lo que puede verse desde mi sitio favorito, la Punta del Cavall, en el Cap de Salou, junto al faro que aún sigue guiando los barcos en la noche, construido a mediados del siglo XIX.

Recuerdo muy bien las horas interminables de espera y lectura en completo silencio y soledad, mientras de vez en cuando echaba un vistazo a las cañas, plantadas entre las rocas unos metros más allá, observando cómo los vivos colores del mar y la tierra iban cambiando hora tras hora y se difuminaban al final del día en una espectacular gama de tonalidades doradas y rojizas bajo las cuales el caserío de Salou era tragado lentamente por las sombras hasta convertirse en una infinidad de puntos titilantes en medio de la negrura de la noche.

Roca viva cortada a pico, proa que se adentra en el mar hasta darte la impresión de que estás suspendido sobre él como algo minúsculo ante la inmensidad que allí te rodea. A la izquierda Tarragona y La Pineda, a la derecha las calas, Salou, Cambrils y el Ebro. Tierra áspera, dura, cubierta de una vegetación rala, atormentada por el viento y el sol que parece querer mantener a raya los edificios que, amenazantes, se agolpan contra ella.

Y casi en la misma punta, en un rincón privilegiado, impertérrito y vigilante, el búnker de la Guerra Civil amenazando la bahía por dónde se suponía que habían de desembarcar los rebeldes en alguna de las numerosas calas que jalonan la zona.

Disfrutar en soledad

La Punta del Cavall, en el mismo extremo del cabo, es un punto de llegada, de encuentro. En ella, es frecuente ver a los pescadores con sus luces de gas en medio de la oscuridad, sumidos en un silencio profundo vigilando sus cañas plantadas frente al acantilado, a los niños correteando bajo la atenta mirada de sus padres, a las parejas extasiadas ante tanta belleza cuando el día languidece…, pero es en soledad, con el suave olor a pino y tomillo flotando en el aire al caer el día, observando los cambios de luz y oyendo a las olas golpear el acantilado, con un suave arrullo a veces, con furia otras, cuando esa esencia mediterránea se apodera de ti hasta hacer que te sientas un elemento más del paisaje, alejado de la civilización que, un centenar de metros atrás, parece estar a punto de saltar sobre ella para engullirla.

Sin embargo, ahí permanece virgen ese rincón primigenio, marcando el límite del litoral rocoso y dando fe de que esas parcelas de naturaleza pura resisten el paso del tiempo y son más poderosas que las huellas que vamos dejando tras nosotros. Afortunadamente.

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