El atlas del hogar perdido por Nora Krug

Collage fascinante sobre la identidad alemana y la sombra de la herencia monstruosa del nazismo sobre todas las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial

28 noviembre 2021 09:43 | Actualizado a 28 noviembre 2021 16:37
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“No recuerdo cuándo vi imágenes del Holocausto por primera vez. Me acuerdo de un proyector encendido en un aula oscura y sofocante. ¿Fue Noche y Niebla lo que vimos ese día en clase de historia? ¿O era Ben-Hur?” escribe Nora Krug en una de las páginas de este collage fascinante sobre la identidad alemana y la sombra de la herencia monstruosa del nazismo sobre todas las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial.

Quizá porque no hay manera de transcribir el horror de la guerra y sus escombros sino a través de sus huecos, de los intervalos entre cada uno de los rostros que la han padecido, generaciones de artistas han encontrado en el atlas el instrumento fundamental para transcribir una memoria que nunca puede ser única.

Del ABC de la Guerra de Bertold Brecht a los remontajes de material de archivo cinematográfico de Yervant Gianikian y Angela Ricci-Lucchi o el collage Guerra a la Guerra (Krieg dem kriege!), de Ernst Friedrich, la medida del ensayo se haya en la necesidad de recontextualizar y redimensionar cada una de las imágenes.

“Repolarización de las imágenes”, lo denominaba el historiador de la cultura Aby Warburg al referirse tanto a su Kriegskarthothek, su archivo de imágenes de guerra, y a su herramienta fundamental de pensamiento, el Atlas Mnemosyne, basado en la necesidad de identificar transmisiones gestuales a lo largo de la historia de las imágenes en Occidente.

Para Nora Krug, el atlas es el camino para reconstruir la memoria personal de una ausencia, la de la palabra Heimat, patria, hogar, raíz. En este cuaderno colosal, que reconstruye la memoria familiar en torno al sumidero central de la Shoah, Krug entrevera por igual fotografías de su familia, crónicas dibujadas con la eficiencia narrativa de la pintura medieval, la nostalgia de cosas tan típicamente alemanas como los apósitos Hansaplast, los archivadores Leitz, la infinita variedad de términos con la raíz Wald, de bosque-Waldeinsamkeit (soledad boscosa), Waldfinsternis (oscuridad boscosa), Waldumrauscht (rodeado de un bosque susurrante)- o el temor hacia cualquier vocablo capaz de transcribir nociones bélicas como héroe, batalla y orgullo.

Con mano firme, el espacio de la doble página se convierte en enclave expositivo para un viaje a las fuentes de la transmisión del horror. Fotos, cuadernos familiares de educación nazi, bordados, fotografías de la reeducación forzosa realizada por las tropas norteamericanas obligando a enterrar los cadáveres de los campos de concentración a los habitantes de cada localidad, testimonios orales que, como los del filme Shoah, de Claude Lanzmann, se arraigan en cada lugar, se articulan con anécdotas personales: “Ni siquiera puedo estirar el brazo derecho en cierto ángulo, commo el resto de los alumnos de mi clase de yoga, sin pensar en el saludo hitleriano”, anota Krug, mientras realiza une ejercicio de liberación de ese “pecado heredado” que es la creación de un Estado Total nazi, que el Reich supo hacer colonizando, como describieron Hannah Arendt o Viktor Klemperer, cada parcela del la vida y la expresión de la lengua alemana.

“Estar libre de culpa (Fehlerfrei)”, es, como señala Krug, una aspiración acorde con la necesidad de descolonizar la vida, de cualquier huella del pasado sin olvidarlo, sosteniendo un constante y preciso ejercicio de memoria, para que jamás pueda repetirse.

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