A las puertas del infierno

“La zona de interés” de Jonathan Glazer es una de las mejores películas del año

30 enero 2024 07:35 | Actualizado a 30 enero 2024 07:39
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En una de las escenas más escalofriantes de “La zona de interés”, la mujer de un comandante de la SS recibe un abrigo de piel. Lo mira, le gusta, se lo prueba. El gesto ya es extraño, porque sin que nos lo hayan dicho explícitamente, sabemos de dónde proceden esas pieles. Además, la perversión no se queda aquí. La mujer mete la mano en un bolsillo, y de ahí sacada un pintalabios. Como sucedió con el abrigo, lo mira, le gusta, lo prueba. ¿Cómo puede ser, esa fría normalidad ante la muerte? Porque el abrigo, como el lápiz de labios, son los restos de los muertos, son las posesiones arrebatadas a las víctimas de los campos de exterminio. La mujer, cuando se prueba la ropa, cuando se pinta la boca, está rozando sin pudor su cuerpo con el de los muertos.

En 2013, Jonathan Glazer firmó una espléndida pieza de ciencia ficción, y una de las películas más extrañas e influyentes del cine contemporáneo: “Under the Skin”, una película que exploraba la fisicidad de la estrella Scarlett Johanson, convertida aquí en un extraterrestre. Diez años más tarde, Glazer ha realizado otra obra maestra, “La zona de interés”, en la que se sumerge en el agujero negro del siglo XX, el del holocausto cometido por los nazis.

Jonathan Glazer retoma la noción de la banalidad del mal de Hannah Arendt

Para ello, Glazer se ha fijado en una novela de Martin Amis. Ahora bien, mientras el libro de Amis planteaba distintas perspectivas para indagar en el horror de los campos de concentración, la película de Glazer se ha centrado exclusivamente en una de ellas: la del comandante Rudolf Höss, encargado de “gestionar” la maquinaria del terror de Auschwitz y la familia de este. Los Höss han encontrado el paraíso en las mismísimas puertas del infierno. Su casa, con terreno y servicio, se encuentra pegada al muro de Auschwitz. La idea de lo paradisíaco se desprende desde las primeras y aparentemente desconcertantes imágenes de la película: el paseo de los Höss junto al río, entre la verde vegetación, bajo la calidez del sol. El contraplano, lo que está detrás del muro, nunca lo veremos: la bestia ruge, se escuchan los gritos, las máquinas. He aquí una decisión tomada: la de un director que sabe que el horror no se puede mostrar frontalmente, sino que se revela a través del fuera de campo, mediante el sonido. La banda sonora resulta crucial, por ejemplo, para contraponer el gesto de los hijos de Höss mientras juegan en la casa, con los asesinatos sistémicos que se están cometiendo al lado de la casa donde vive la familia.

En un momento de la película, el comandante propone una series de “mejoras” para el campo, que supondrían incrementar el “rendimiento” de un lugar cuyo objetivo es ni más ni menos que la muerte. Su compromiso con el trabajo es total y emerge la noción de la banalidad del mal sobre que acuñó y sobre la que teorizó Hannah Arendt. En 1961, el coronel de la SS Adolf Eichmann fue juzgado en Jerusalén. Había sido una pieza determinante en el genocidio del régimen nazi, pero él no expresaba ningún arrepentimiento y venía a alegar que solo hacía su trabajo. Arendt, que asistió a aquel juicio, quiso indagar en torno aquello que estaba viendo. ¿Cómo puede ser que alguien que participó de manera directa en un exterminio masivo pareciera una persona “normal”? ¿Cómo puede ser que la muerte sistémica se explique como si fuera mera burocracia? La respuesta, para Arendt, era precisamente aquella banalidad del mal, que Glazer retoma para retratar a partir de este principio al nazi Rudolf Höss.

Glazer no solo opta por el fuera de campo, sino también por la distancia respecto a sus personajes principales, Rudolf y su esposa Hedwig. Para ello, toma el dispositivo de la telerrealidad y muestra a sus personajes siempre desde lejos, como si los observásemos mediante una cámara que vive con ellos. Hay en este gesto un posicionamiento moral respecto a lo que está filmando, pero también es una manera de traer todo aquel horror a la contemporaneidad, de manera que el pasado apele a las conciencias del presente.

Este mecanismo le permite a Glazer no regalar en ningún momento un primer plano a tales monstruos. Rudolf quiere ser “el mejor” en su trabajo. Y Hedwig presume de casa. Se trata, así, de un tema aspiracional. Así, cuando ella se prueba el abrigo, cuando quiere quedarse a toda costa en aquella casa, cuando se felicita por el miedo que le tienen, se define algo más que los peligros del burócrata; se señala el lado más oscuro del ansia por el status, que tanto rige nuestro mundo neoliberal.

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